OPINIÓN
La parálisis del Poder Judicial: Estado sin justicia

Opinión no pedida, por Armando Morquecho Camacho //
Según Montesquieu, en su tratado Del Espíritu de las Leyes, el Estado existe con la finalidad de proteger a los ciudadanos de otros ciudadanos, y en virtud de ello, las personas sacrifican una completa libertad por la seguridad de no ser afectados en su vida, integridad, libertad y propiedad.
Aunado a esto, también señala que la mera existencia del Estado no garantiza la defensa de los derechos de las personas, ya que en muchas ocasiones, los gobernados no se encuentran protegidos frente al mismo Estado que fácil e impunemente, podría oprimir a éste.
Derivado de lo anterior, el pensador francés redujo las funciones del Estado a las más necesarias para proteger al gobernado: dar leyes, poner en práctica las leyes y la administración del aparato de gobierno, funciones que en algún momento fueron monopolizadas por una sola entidad durante el Antiguo Régimen.
El propósito de generar estas divisiones en la forma de gobierno del Estado era evitar que el poder se concentrara en una sola persona o un grupo restringido de personas:
‘’para que uno no pueda abusar del poder, es necesario que, mediante la disposición de las cosas, el poder detenga el poder. ’’
La división de poderes, a mi gusto, es el pilar de cualquier sistema político cuyas bases sean la democracia, la participación ciudadana, los derechos humanos y las libertades, sin un sistema de pesos y contrapesos que contenga el poder y evite que este recaiga en una sola persona, probablemente en nuestra mente no habría espacio para las libertades o los derechos humanos, estos serían mitos y conceptos triviales.
No obstante, aunque este principio político implica una forma de gobierno en la que los poderes que integran el Estado (legislativo, ejecutivo y judicial) son órganos de gobierno distintos, autónomos e independientes, esto no implica que el engranaje del Estado no se va a ver afectado si uno de estos tres elementos deja de funcionar, ya que forman parte de un todo y el trabajo de cada uno de ellos es más que necesario para velar tanto por el Estado de Derecho, como por la importante tarea del Ejecutivo de garantizar la gobernabilidad del territorio.
Definitivamente, la pandemia del COVID-19 como le he mencionado, además de ser histórica, dejará marcada a toda una generación. Esta pandemia ha hecho que los sectores de la población más jóvenes se insensibilicen aun más ante la muerte, mientras que en temas políticos, en algunas otras regiones, ha destapado la faceta totalitaria y dictatorial de muchos gobernantes que con el pretexto de garantizar la salud pública, han sometido a sus ciudadanos a sistemas de monitoreo estatal constantes e indefinidos.
Ciertamente, México no ha sido la excepción, y esta crisis sanitaria, por un lado ha sacado a flote nuestros peores demonios: el egoísmo y el individualismo; y por otro lado, ha evidenciado las deficiencias funcionales y presupuestales alrededor de ciertos sistemas que se encargan de brindar servicios públicos esenciales, tales como la salud y la justicia.
En el caso del sistema de justicia, la pandemia no solo ha evidenciado una gran falta de infraestructura administrativa y una enorme y letal falta de coordinación dentro del Poder Judicial, sino también una preocupante falta de voluntad de este poder, para impulsar una más que necesaria transición a un sistema de justicia digital a través del cual, adaptándose a la modernidad y a las necesidades de la era, se pueda garantizar el principio constitucional que indica que ésta debe ser pronta y expedita.
Sin lugar a duda, la impartición de justicia es probablemente una de las funciones públicas más importantes del Estado. El ejercicio de esta función auxilia de forma preponderante a la preservación del Estado de Derecho y la seguridad Jurídica, las cuales, después de realizar una ecuación social, dan como resultado un sistema de orden y estabilidad social que brinda certidumbre jurídica a todos los gobernados sin excepción alguna.
Es por ello, que el caso en particular de nuestro estado resulta alarmante, ya que mientras el Ejecutivo, en todos sus niveles (federal, estatal y municipal), a lo largo de un año, ha realizado todo un esfuerzo administrativo y económico para mantener en operación servicios públicos como los que brindan el registro civil y catastro, o en su defecto, servicios públicos fundamentales como lo son, la recolección de basura, transporte público entre otros, el Poder Judicial tomó la decisión de cerrar su puertas y privar a toda la población del acceso a la justicia, sometiendo así al Estado y su forma de gobierno a un gran desequilibrio social y constitucional.
¿Quién decidió que un divorcio puede esperar? ¿Quién determinó que una viuda que vive de sus rentas puede esperar un año para recoger sus billetes de depósito? ¿Quién creyó que la reivindicación de un predio no afecta a nadie y que por ende puede esperar a que la vida regrese a la normalidad? ¿Cómo decidieron que los herederos que necesitan vender algún bien para sobrevivir pueden esperar un año o más? Peor aun… ¿Quién decidió que un estado puede vivir sin justicia?
Es en virtud de lo anterior, que se está comentiendo un grave error al ver en estos tres poderes, entes autárquicos; esto además de ser paradójico, es una verdadera contradicción a los principios que constituyen nuestra democracia y nuestro sistema de pesos y contrapesos.
Si bien es cierto que su autonomía debe representar un muro para el autoritarismo, también es cierto que ésta no les da la libertad de consolidar un monopolio alrededor de sus funciones, ni mucho menos los faculta para decidir cuándo una sociedad necesita justicia y cuando no la necesita.
El Estado es un todo y estos tres poderes, incluyendo el judicial, forman parte de un engranaje que debe de funcionar con una coordinación perfecta, de tal manera que la sociedad pueda seguir su rumbo y que se pueda garantizar un equilibrio de carácter constitucional que de forma y rumbo a la idea de Estado moderno y de libertades.
Es así que ante esta profunda crisis de justicia que vive Jalisco, es necesario tener presentes 3 ideas: primero, que la grandeza de una democracia radica en la fortaleza de sus órganos encargados de impartir justicia; segundo, que tal y como lo señaló Lucio Anneo Séneca, político, orador y escritor romano: nada se parece más a la injusticia que la justicia tardía; y tercero, tal y como lo mencionó Nicolás Maquiavelo: todos los Estados bien gobernados, y todos los príncipes inteligentes han tenido siempre el cuidado de no reducir a la nobleza a la desesperación, ni al pueblo al descontento.
El dia de hoy el Poder Judicial reanudará sus actividades, sin embargo, debemos tener presente que ni Jalisco ni México han visto lo peor de esta pandemia aún, las variaciones del virus están cada vez más cerca y con ellas se ve a lo lejos un nuevo encierro, y ante este panorama no queda más que esperar que los miembros de este órgano sean conscientes del daño y la inestabilidad a la que la inactividad judicial somete tanto al Estado como a sus gobernados, y que en el futuro, priocricen su actividad como una de las más sustanciales que el Estado tiene a su alcance.
JALISCO
El horror de Teuchitlán alcanza a Alfaro

De Frente al Poder, por Óscar Ábrego //
La primera semana de diciembre del año pasado escribí en este espacio una colaboración que titulé “Alfaro y el karma de la vida”.
En esa ocasión afirmé:
“Enrique Alfaro deja con su adiós una larga estela de agravios.
“Durante su estancia en el poder siempre privilegió satisfacer su apetito egocéntrico.
“Se sabe muy bien que con el tiempo creció su agrado por la sumisión absoluta de sus colaboradores.
“El control férreo fue su sello particular.
“Incluso algunos de sus chiqueados más cercanos admitían en lo corto que sus furiosas reacciones no eran más que una proyección de su personalidad soberbia e intolerante.
“Se dice del karma que toda acción tiene una consecuencia y que todo lo que se envía al universo volverá a nosotros.
“Si atendemos esto, entonces quizás el ahora ex gobernador de Jalisco debe prepararse para carear las consecuencias de esta ley inevitable”.
No pasó mucho tiempo para que el horror de Teuchitlán lo alcanzara.
Lo que son las cosas, mientras disfrutaba de lo lindo en Europa, se le apareció el rostro macabro de lo que fue su sexenio en materia de desaparecidos.
Las consecuencias serán muchas.
Por lo pronto, me aseguran que Pablo Lemus ni siquiera tiene ganas de responderle las llamadas y que derivado de este y otros asuntos, emprenderá una serie de medidas para despojar a Jalisco y a su gobierno de todo aquello que huela a alfarismo.
Tomar el control de partido MC sería una de sus primeras acciones.
Por cierto, en el centro del drama heredado por Alfaro Ramírez, es pertinente colocar el nombre de quien fue la mente perversa de la pasada gestión: Hugo Luna.
Sabemos que al margen de haber sido el zalamero más cercano, toda decisión institucional pasaba por su aduana, de tal modo que en la mira del actual gobierno su persona se vuelve un objetivo prioritario.
El fuero es un tema que ya está en revisión.
Al respecto, no sé si la justicia se encargará de estos dos personajes; sin embargo tengo fe en que el veredicto de la historia los colocará en el lugar que se merecen, porque ambos –hay que decirlo con toda claridad- se comportaron como unos miserables con los colectivos de padres y madres buscadoras.
Les ignoraron, descalificaron y re-victimizaron.
Por eso creo que podrán escapar de la ley, pero del karma, jamás.
En X: @DeFrentealPoder
*Óscar Ábrego es empresario, consultor en los sectores público y privado, escritor y analista
político.
JALISCO
La justicia, un privilegio inalcanzable: Teuchitlán, la negación como crimen de Estado

Crónicas de Pacheco, por Daniel Emilio Pacheco //
Hay maneras múltiples de negar un crimen, formas infinitas de enterrar un cuerpo, procedimientos diversos para desaparecer personas, ideas, realidades. En México, especialmente en Jalisco, el gobierno parece haberlas aprendido todas. El más reciente y grotesco episodio de negación oficial se escenifica alrededor de un rancho en Teuchitlán, cuyo nombre, «Izaguirre», se volvió sinónimo del horror: fosas, huesos quemados, restos calcinados, zapatos sin dueño.
Pero, según la fiscalía general del Estado, allí nunca hubo hornos crematorios. Así lo dijeron, con palabras oficiales, tranquilas, demasiado tranquilas, con la frialdad de quien niega para no actuar.
Héctor Flores, vocero del colectivo Luz de Esperanza, habla con el tono cansado de quien ya conoce todas las versiones oficiales. «Quieren minimizar la crisis, callar lo que dicen las familias y los medios», señala. No habla desde la teoría; lo suyo es la práctica cotidiana de una búsqueda desesperada, un intento de hacer justicia con propias manos, mientras el Estado responde con burocracia y negaciones. Y no habla solo de Teuchitlán, sino de una realidad que atraviesa todo México: más de 15,000 desaparecidos solo en Jalisco y decenas de miles más en todo el país. Números que aumentan, cifras que no despiertan acción sino indiferencia.
«La confianza está en las familias, no en las instituciones», sentencia Flores. Las palabras golpean con fuerza porque reflejan una verdad ya inocultable: el Estado ha dejado hace tiempo de ser garante de seguridad para convertirse en cómplice por omisión, por negligencia, por indiferencia. Flores lo explica sencillo, pero la simplicidad de su denuncia encierra toda la complejidad del fracaso institucional: «La federación no puede lavarse las manos echándole la culpa a los estados. La delincuencia organizada es competencia federal y tienen que actuar».
Pero México es el país donde los gobiernos siempre encuentran razones para no actuar. La Fiscalía argumenta que necesita denuncias formales para iniciar carpetas de investigación. Las familias responden que denunciar es ponerse en peligro, es exponerse a la violencia del crimen organizado, protegido por autoridades corruptas. La paradoja es brutal: se exige que las víctimas, ya violentadas, vulnerables, amenazadas, sean quienes se arriesguen aún más para hacer el trabajo que el Estado rechaza.
La negativa oficial sobre los hornos de Teuchitlán no solo busca invisibilizar la tragedia, sino evitar las consecuencias internacionales que podría acarrear el reconocimiento de un crimen que claramente constituye una violación masiva de derechos humanos. Flores apunta hacia organismos internacionales, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos o la Corte Penal Internacional, advirtiendo que esta crisis, de ocurrir en cualquier país europeo, sería inmediatamente calificada como una emergencia global. Pero ocurre en México, donde los muertos pesan menos, donde los desaparecidos son culpables antes que víctimas.
La negación no es solo federal, es también local. Enrique Alfaro, gobernador saliente de Jalisco, dejó en herencia un récord macabro: pasó de 5,000 a más de 15,000 desaparecidos durante su mandato. Colectivos como «Por Amor a Ellxs» recuerdan cómo Alfaro prometió diálogo y puertas abiertas, pero solo entregó indiferencia y abandono. María del Refugio Torres resume así el gobierno de Alfaro: «ineficaz, lleno de omisiones y deficiencias».
Ahora la responsabilidad recae en Pablo Lemus, sucesor político que, al parecer, ante esta prueba está actuando a destiempo. En reuniones en noviembre del año pasado, previas a la toma de poder, Salvador Zamora, quien ahora es secretario general de Gobierno, asistió solo para sacarse la foto. No escuchó, no conversó, no actuó, en esta crisis, no ha aparecido.
La crisis institucional no se detiene en el Ejecutivo. Jonathan Ávila, del Centro de Justicia para la Paz y el Desarrollo (Cepad), denunciaba al finalizar la administración de Enrique Alfaro que no había ni siquiera un programa estatal de búsqueda en Jalisco y que el rezago en el Servicio Médico Forense alcanzaba niveles vergonzosos: más de 9,400 cuerpos sin identificar.
Mientras las autoridades siguen negando la realidad, las familias se organizan y protestan. Este sábado pasado, frente al Palacio de Gobierno de Jalisco, más de dos mil personas gritaron consignas claras y dolorosas: «El Estado sí sabía, Alfaro sí sabía». Lo sabían porque es imposible no saberlo, porque los campos del horror no nacen en secreto sino bajo el amparo de complicidades. Daniela Gómez, quien busca a su hermano desaparecido, resume el sentimiento común: «No es posible que haya más de 18,000 desaparecidos y solamente seis buscadores en el gobierno».
La vigilia del sábado fue otra demostración del dolor transformado en resistencia. Héctor Águila Carvajal, padre de otro desaparecido, pidió unidad: «Sigamos uniendo fuerzas, el dolor no cesa». Y no cesa porque la respuesta oficial sigue siendo mínima, burocrática, cínica.
Y lo de que Teuchitlán no se trata de un caso aislado. La lista de sitios donde se repite la tragedia es dolorosamente extensa: desde la macabra «Gallera» en Veracruz hasta los cuerpos disueltos en ácido por el infame «Pozolero» de Tijuana, pasando por la escalofriante cifra de restos en «La Bartolina», Tamaulipas. Un catálogo infernal de barbaries toleradas, acaso protegidas, por autoridades que prefieren mirar hacia otro lado.
Esta crisis no puede seguir siendo escondida bajo excusas burocráticas ni minimizada con comunicados oficiales. Los colectivos lo denuncian: Teuchitlán no es un caso aislado, sino un símbolo más de la impunidad institucionalizada. Héctor Flores alerta sobre al menos seis puntos más similares en Jalisco, que nadie quiere investigar porque nadie quiere reconocer lo evidente.
Desde Madrid hasta Nueva York, mexicanos en el exilio exigen lo básico: reconocer el término «sitios de exterminio», proteger efectivamente a las buscadoras, garantizar justicia y reparación. Es un grito desesperado, es una demanda urgente, y es, sobre todo, una advertencia: la negación no borrará los muertos, solo prolongará el sufrimiento.
Negar lo evidente es una forma más de violencia. México merece más que excusas. Las víctimas merecen más que palabras. Y la justicia, que debería ser obvia, hoy parece un privilegio inalcanzable.
En X @DEPACHECOS
JALISCO
La bestia de Teuchitlán

Opinión, por Fernando Plascencia //
¿Qué nos hace humanos? La dichosa pregunta se ha respondido de muchas maneras. Dirían los antiguos que la racionalidad, o que tenemos un alma incrustada y atrapada en el cuerpo que funge como cárcel, o más complejo, la capacidad de pensarnos a nosotros mismos como seres pensantes. La pregunta viene bien ahora.
Lo que ocurrió en Teuchitlán descompone cada supuesto de humanidad. La racionalidad se perdió, llegó el animalismo, se diría, pero ya Mary Midgley vino a decirnos que no hay animal más cruel que el humano, ni el feroz lobo es capaz de desollar a sus presas, porque no son rivales, son presas. ¿Nos distingue el alma? Pero quién con alma sería capaz de cometer atrocidades contra decenas de seres humanos, un desalmado. No se ve más el reflejo del alma en los ojos, los ojos solo reflejan desdicha y sufrimiento.
No importa a dónde vayamos, la violencia nos persigue y nos hace cada vez menos humanos. Nos persigue para condenarnos y llevarnos de su mano. Como sociedad no hemos sido capaces de evitarla. Como humanidad nos sentamos en comunidad, creamos normas, para no hacernos daño los unos a los otros, cuán lejos nos sabemos de eso.
El contrato social que nos hizo humanos en el principio – cuál principio – se rompe y se rompe a cada rato. Teuchitlán lo confirma, el desmoronamiento de lo que creíamos nos quita lo humano. ¿Qué somos ya?
Desde hace años se habla de deshumanización, de una extrañeza que nos invade y nos hace menos humanos. ¿Somos menos humanos con cada tragedia como la de Teuchitlán? ¿El humano que se atrevió a tanto con qué será comparado? No hay más comparación que con el mismo humano. La bestia que llevamos dentro emerge y no como bestia de la naturaleza, sino como la bestia que no conoce el límite moral, porque sí hay animales que viven con una moralidad más digna.
Nuestra humanidad se encuentra extraviada y con símbolos y con ríos de sangre y dolor lo comprobamos. 400 zapatos son la muestra de una capacidad infinita de derrotar al rival como sea necesario y con los medios que se tengan al alcance, pero más que derrotar al rival nos derrotamos a nosotros mismos. Fuimos capaces de crear un Estado, tan sofisticado en algunas partes con instituciones que resuelven el más pequeño inconveniente público, pero ahora no somos capaces de protegernos.
La humanidad se nos va de las manos, eso que se propuso como proyecto de humanidad no quedó más que en el papel de tratados morales y filosóficos. El trazado racional que por mucho tiempo hemos tratado de seguir se tambalea y estamos a la deriva no solo de una razón instrumental, sino de una lógica de violencia por la violencia. Lo que creamos para servirnos de protección ha dejado de servirnos y ha servido para incrementarla – la violencia -, con disposición para que unos cuanto sigan al margen. Pero lo que se predice es que la violencia está por atacarnos a todos y de una vez por todas no habrá quién se salve, será responder o morir.
Más que nunca es falso que somos los seres del centro de la vida social, qué limitados estamos para salir de la violencia, y es que ningún impulso nos ha sacado de ese baño de sangre. Divinizar la violencia es el camino más torpe que pudimos tomar o ¿será que el exceso de libertad nos trajo hasta aquí?
Lo que ocurrió en Teuchitlán debe ser llamado como uno de los peores actos que como sociedad nos han ocurrido. Qué lejos nos pone de una idea de sociedad que seguimos compartiendo muchos, donde la violencia debe ser el instinto más controlable que tengamos. La violencia es biológicamente natural, pero debemos entender cómo moderarla y evitar que los conflictos lleguen a más. La información más valiosa que tenemos es que la violencia no es el único impulso que tenemos, ni el mejor, sino que tenemos instintos que juegan un papel fundamental como sociedades: la cooperación o la empatía.
No reforzar la violencia y sus conductas es vital como humanidad, si no es real que el hombre es lobo para el hombre es porque tenemos más caminos y Teuchitlán no es el destino ineludible del que no podamos escapar, sino debe ser el inicio de entender que como sociedad y humanidad no es lo que queremos muchas, pero muchas personas.
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