NACIONALES
Dardo envenenado

Opinión, por Luis Manuel Robles Naya //
Partamos de premisas fáciles. Primera: el presidente Andrés Manuel López Obrador tiene la capacidad mental para decidir entre lo bueno y lo malo; segunda: el presidente conoce los alcances y efectos del desacato a las leyes y resoluciones de los jueces; tercera: el presidente está consciente del impacto de sus palabras y sus actos en el comportamiento de sus seguidores.
Por lo tanto, elaborar y ordenar la aprobación inmediata, sin ejercicios parlamentarios, de leyes que de antemano sabe que van contra las disposiciones constitucionales, presume una intención perversa maquinada con plena consciencia de sus alcances y efectos.
Hacerlo con prisas, respondiendo a la necesidad de los tiempos electorales, implica también perfidia, cuya definición llana es deslealtad, quebrantamiento de la fe debida inherente a su responsabilidad jurada de respetar y hacer respetar la Constitución Política Mexicana y las leyes que de ella derivan.
Al ordenar la aprobación precipitada de cuando menos 20 leyes o disposiciones, sabedor de que serían combatidas por los medios legales, el presidente está lanzando un dardo envenenado a la Suprema Corte de Justicia y sus Ministros.
Obligados como están a la aplicación estricta de la ley, es de esperarse que emitan resoluciones contrarias a lo aprobado velozmente en las cámaras legislativas, y eso igualmente está en el cálculo político presidencial.
Y es un dardo envenenado porque para él, lo importante no es que se discuta sobre el contenido de las leyes aprobadas y si estas son en verdad convenientes y benéficas, sino que la discusión pública verse sobre los villanos ministros que impiden la transformación del régimen corrupto, eje principal de la retórica oficial.
La descalificación y los insultos a los ministros ya son usuales en las conferencias mañaneras y las instrucciones precursoras del desacato ya fueron adelantadas al ordenar a sus secretarios que ni siquiera les contesten el teléfono.
El mensaje es ominoso. Si el presidente de la República, obligado por juramento a respetar la Constitución no lo hace, las premisas enunciadas al inicio traen aparejada la conclusión. Hay perversión en los actos presidenciales encaminados por lo visto a consolidar un régimen en el que la representatividad y la democracia sean solo legitimadores de la voluntad presidencial.
Con un poder legislativo sometido, con el sector militar mediatizado y omnipresente por voluntad presidencial en aspectos sustanciales de la vida civil, el siguiente paso es el sometimiento del poder judicial.
A los militares les ofreció la manzana de la ambición y les abrió la puerta para la ejecución de sus proyectos sin la menor transparencia, lo que es una invitación a la corrupción. Para el poder judicial no hay manzana, solo amenazas, turbas de provocadores a la puerta y discursos de odio para que sus seguidores los multipliquen.
Todo en preparación de lo que será sin duda el golpe final, enmarcado en una reforma del poder judicial que intentará en cuanto logre obtener la mayoría calificada en el Congreso, obligando a su sucesor y heredero continuar con la defenestración de los ministros y constituir una corte de afines y serviles.
Las instrucciones han sido dadas a los gobernadores y a los legisladores de ambas cámaras para concentrarse en el trabajo electoral que le permita contar con mayorías suficientes en el Congreso para aprobar reformas constitucionales que continúen con la desarticulación de los organismos autónomos y convertir al régimen en una autocracia.
La oposición ha cifrado su esperanza en las resoluciones de la Suprema Corte para evitar que las anticonstitucionales reformas prosperen, sin embargo, ante el discurso y la actitud presidencial bien se les puede calificar como cándidos cuando menos.
No existe la intención de acatar los fallos que emita la corte, como tampoco ha existido el cumplimiento de las disposiciones del INE en observancia de las normas para las campañas electorales. Tanto el INE con su actual presidencia y la Suprema Corte tienen la oportunidad de demostrar su independencia y sujeción a la ley, pero la gran duda es si el poder ejecutivo se someterá a los dictados de la autoridad y de la ley. En lo personal lo dudo.
Ya en el pasado el presidente aprovechó el desacato a una resolución judicial para posicionarse electoralmente, y fue la tibieza política del régimen en su momento lo que le permitió hacerlo y postularse a la presidencia de la república.
El ser reincidente no le costaría trabajo, máxime en el momento actual en el que ha acumulado más poder que cualquier otro presidente, salvo Calles y Cárdenas, en los dos últimos siglos, sin que esto le impida llegar a una elección de estado, según se desprende de sus iniciativas en discusión.
En el fondo, el dardo envenenado arrojado a los ministros es un atentado grave al estado de derecho, pues al parecer no existe la intención de respetar, no las decisiones de los ministros por él cuestionados, sino de incumplir las mismas leyes que juró proteger y cumplir. Y quien viola la ley con premeditación y cálculo político es, en términos reales, no un gobernante sino un golpista.
En la conferencia mañanera predomina la intolerancia, el odio, la retórica que alienta al fanatismo, ese que hoy amenaza y amedrenta a los jueces y ministros. La misma horda que aplaude la dichosa transformación que pretende regresar el sistema democrático a la autocracia, donde la voluntad de una sola persona es la ley.
MUNDO
Discurso de individualismo extremo: La derecha que no salva, un riesgo disfrazado de esperanza

A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
A la derecha le gusta imaginarse como el lugar del orden, de la razón y del mérito. Su narrativa gira en torno a ideas como “eficiencia”, “disciplina”, “libertad individual” y “trabajo duro”. Durante décadas, fue una forma efectiva de contrastarse con los excesos o fracasos de ciertas izquierdas: burocracias gigantes, discursos revanchistas, populismos disfuncionales.
Pero esa imagen está dejando de sostenerse. La nueva derecha —la que hoy marca tendencia en redes, encabeza algunos gobiernos y monopoliza micrófonos— ya no representa ninguna de esas virtudes. Lo que ofrece no es ni orden ni racionalidad: es puro espectáculo.
Ahí están Donald Trump, Javier Milei y Santiago Abascal como muestra. Tres líderes que han hecho del grito una política, del insulto un argumento y del caos una bandera. Ninguno de ellos ha demostrado ser particularmente eficiente, pero todos han sabido capitalizar una narrativa emocional basada en el resentimiento. Dicen luchar contra “el sistema”, pero lo hacen desde la cima.
Se presentan como outsiders, aunque lleven años en la política. Proclaman amor por el mercado, pero están más cómodos en la cultura del meme que en los fríos informes financieros.
Ya no les interesa defender un modelo económico coherente, ni sostener el legado intelectual de la derecha liberal o conservadora clásica. Su apuesta es otra: dominar el flujo de la conversación pública. Ser tendencia. Explotar la ansiedad de las masas que se sienten traicionadas por las élites ilustradas, por los expertos, por las instituciones. No importa si lo que dicen es contradictorio, vacío o incendiario: lo importante es provocar, atraer, dividir.
Este fenómeno tiene su correlato empresarial. En América Latina, por ejemplo, el caso de Ricardo Salinas Pliego es ilustrativo. El magnate no solo es dueño de empresas y medios: se ha posicionado como una figura política, aunque sin partido ni candidatura. Lo hace desde sus redes sociales, donde predica una mezcla de darwinismo social, desdén por los pobres, burla al Estado y culto a su propio éxito. Su mensaje no es técnico ni ideológico: es emocional. Una especie de “si yo pude, tú también, y si no puedes, es tu culpa”.
Se presenta como víctima del gobierno, del sistema judicial, del fisco, de la prensa. Lo paradójico es que lo hace desde una posición de privilegio absoluto. Pero funciona. Porque hoy ser rico no te quita autoridad moral: te la da.
Lo que representa Salinas Pliego es la figura del empresario redentor. Ya no se trata sólo de emprender o generar empleos. Se trata de suplantar al político. De sugerir, directa o indirectamente, que sólo quienes han tenido éxito en los negocios deberían tener poder de decisión. Como si administrar una cadena de tiendas fuera lo mismo que diseñar políticas públicas complejas, garantizar derechos o defender libertades.
La nueva derecha abraza con entusiasmo esta figura. En lugar de cuadros técnicos, promueve personajes estridentes. En lugar de programas serios, vende frases virales. En lugar de instituciones sólidas, propone personalismos autoritarios. El resultado es un nuevo tipo de populismo: no uno basado en el pueblo contra las élites, sino en el individuo omnipotente contra todo lo que le incomoda: el Estado, los impuestos, los medios, la ciencia, el disenso.
Esto es peligroso por muchas razones. Primero, porque convierte la política en un campo de guerra cultural permanente, donde todo se juega en el terreno de la identidad y el agravio, no de las soluciones. Segundo, porque desmantela los equilibrios democráticos bajo la excusa de “quitar trabas” al genio del líder. Y tercero, porque socava la idea misma de lo público: el Estado ya no es visto como una herramienta de justicia o bienestar, sino como un obstáculo para los exitosos.
La derecha que alguna vez promovió instituciones, reglas, competencia ordenada y responsabilidad fiscal, ha cedido el paso a una versión desfigurada de sí misma: histriónica, rabiosa, individualista hasta el delirio. Y con ello ha perdido una oportunidad valiosa de ofrecer respuestas a las crisis reales del presente: desigualdad, cambio climático, desinformación, polarización social.
Lo más inquietante es que esa derecha ni siquiera cree en la derecha. No cree en la tradición, ni en los contrapesos, ni en la democracia representativa. No cree en el pensamiento liberal clásico ni en los valores conservadores. Lo que quiere es mandar, imponer, sobresalir. Su único principio es el triunfo inmediato. Su única ideología es el narcisismo.
No se trata de negar que muchas izquierdas también han fallado, ni de defender modelos ineficientes o autoritarios. Reconocer esos errores es fundamental para avanzar y evitar repetirlos. Sin embargo, es necesario advertir que esta derecha contemporánea no es en absoluto el remedio frente a esos fallos.
Más bien, puede ser vista como una versión invertida, que comparte con ellos la misma concentración de poder en figuras carismáticas, la misma tendencia a polarizar y simplificar debates complejos, y la misma dificultad para aceptar matices o posiciones críticas.
La derecha actual, con su discurso enfocado en el individualismo extremo, el rechazo a la diversidad de ideas y la tendencia a imponer su visión como la única válida, representa un riesgo igual de serio para la democracia y la convivencia social. Así, lejos de ser una alternativa equilibrada o una corrección necesaria, esta derecha puede resultar igual de problemática y dañina en el largo plazo.
Lo sensato —y quizás lo verdaderamente subversivo hoy— es pedir madurez política. Pedir ideas complejas. Pedir responsabilidad institucional. Pedir liderazgos que no se alimenten del conflicto constante. En tiempos de histeria, el pensamiento es revolucionario.
MUNDO
El dominio del dólar

Opinión, por Luis Manuel Robles Naya //
Gracias a Donald Trump y su política económica, la incertidumbre permea en las economías occidentales y genera desconfianza en la potencia de la economía estadounidense para hacer que el dólar siga siendo la moneda internacional de referencia. La inquietud existe, es real, principalmente por la fragilidad actual de las finanzas estadounidenses.
Las finanzas públicas de los Estados Unidos lucen mal, con un déficit de 7.26% en 2024 y una deuda pública de 34.5 billones de dólares, equivalente al 120.7% del PIB. Lo anterior y la falta de acciones fiscales que reduzcan el déficit han llevado a las calificadoras internacionales, Moodys la última, a rebajar la calificación de la deuda estadounidense que por primera vez cae de la calificación AAA y la mayoría la mantiene en ese nivel con perspectiva negativa, recomendando cautela.
No será la primera vez que los EUA caigan en situación económica comprometida, pero sí es la primera vez que el encargado de resolverlo no tiene las mejores calificaciones y sus políticas parecen tener las prioridades invertidas.
Algunos teóricos argumentan, con razón, que la estabilidad de una economía abierta depende de la existencia de una potencia capaz de garantizar mercados abiertos para el comercio, una economía sólida de respaldo para economías en crisis y una moneda estable, y esas condiciones parece estarlas perdiendo el país emisor del dólar. Por el momento no inspira confianza ni a sus aliados y su economía no es tan sólida.
Sin embargo, a pesar de esas condiciones adversas, no existe por el momento otra moneda capaz de sustituir al dólar como moneda de referencia. La fortaleza creciente de China no le da al Yuan esa posibilidad, porque en ese país sus mercados de capitales carecen de liquidez propia y el control estatal es rígido, sin que dejemos de notar el hecho de que en la competencia por mercados y en inversión ha incrementado su presencia en países emergentes, como duro rival comercial.
Por otra parte, el euro, producto del consenso de la Unión Europea, tampoco ofrece garantías sólidas como moneda de respaldo, pues el conjunto de Estados que conforman la Eurozona no siempre camina en la misma dirección.
Las alternativas no son atractivas por ahora y es mucho más aventurado pensar que las criptomonedas pudieran ser alternativa. Es un hecho que, en el momento, la debilidad del dólar ha propiciado que las operaciones financieras busquen monedas más fuertes como protección temporal en tanto cesa la incertidumbre arancelaria y se estabiliza el dólar. Pero esto es coyuntural en espera de mayor estabilidad de mercados.
Quedan tres años de zozobra e incertidumbre en los que la esperanza es que las fuerzas reales de la economía obliguen al impredecible presidente estadounidense a reconsiderar sus decisiones. La responsabilidad global que contrajo al liderar al país más poderoso del mundo lo deben obligar a considerar otras premisas, distintas a lo que parece ser su guía, que es su manual de negociación comercial.
Se advierte su preocupación por mejorar el ingreso y compensar el déficit, sin embargo, la política arancelaria que busca ser recaudatoria ha tenido graves efectos en la estabilidad de su moneda. La otra prioridad es el nivel de la deuda, y ese no podrá ser reducido sin afectar al gasto gubernamental. Adicionalmente, en ese contexto, surge la iniciativa de ley fiscal actualmente discutiéndose en el Congreso, la cual reduce el gasto social, pero también reduce impuestos, lo cual no suena muy congruente si lo que se busca es reducir el déficit. Sus efectos han sido ampliamente criticados por economistas de renombre.
No es halagüeño el panorama económico de los EUA y eso ha venido a sacudir la economía mundial, pero eso no será por el momento la causa de que el dólar deje de ser la moneda de referencia.
En México, algunos celebran que la paridad peso-dólar mejore, pero es un espejismo que no debiera engañarnos. El dólar está débil; no es que el peso esté fuerte y nuestro déficit, al igual que lo elevado de la deuda, tienen en riesgo la calificación crediticia del país.
Añadiendo la reforma judicial y la falta de normatividad para las nuevas instituciones que sustituirán a los desaparecidos reguladores, no hay buenas señales. Nuestra economía es un espejo de la estadounidense y dada la incertidumbre que nos acompañará en los próximos tres años, es más recomendable generar alternativas más potentes, realistas y creativas que el Plan México, que nos permitan no caer víctimas de la turbulencia vecina.
Por lo demás, el mundo seguirá negociando, teniendo, por ahora, al dólar como moneda de referencia, pues aun en la situación de vulnerabilidad de la economía estadounidense no hay moneda que lo remplace y la comunidad internacional puede, como lo ha hecho hasta hoy, navegar en la incertidumbre, pagando el costo con un magro crecimiento.
NACIONALES
Deconstruyendo a «Andy»

Opinión, por Iván Arrazola //
La construcción del liderazgo político ha sido uno de los temas centrales discutidos por distintos autores a lo largo de la historia. Diversos pensadores han reflexionado sobre qué hace a un líder legítimo, eficaz y capaz de guiar a una sociedad. Estas reflexiones permiten contrastar cómo se forman, se consolidan y también cómo se desmoronan los liderazgos en contextos contemporáneos.
Platón sostenía que el verdadero líder debía ser un “filósofo-rey”: alguien formado en la virtud, guiado por la sabiduría y orientado al bien común. Maquiavelo, por su parte, ofreció una visión mucho más realista (y cruda) en El Príncipe, donde el liderazgo no se basa en la moral, sino en la capacidad de conservar el poder mediante la astucia, la audacia y, si es necesario, el engaño. Max Weber destacó que el liderazgo moderno suele apoyarse en normas e instituciones, pero que el liderazgo carismático adquiere gran relevancia en momentos de crisis.
Este último modelo encaja perfectamente con el liderazgo construido por Andrés Manuel López Obrador, quien supo interpretar el malestar social, construir una narrativa poderosa y consolidar un movimiento político hegemónico.
Su carisma y su capacidad para conectar emocionalmente con las masas le permitieron crear un régimen político con fuerte legitimidad simbólica. Sin embargo, como advierte Weber, el carisma no se hereda: debe ser constantemente validado por quienes lo reconocen. Y es en este punto donde inicia la deconstrucción del liderazgo de su hijo, Andrés Manuel López Beltrán, conocido en el entorno político y mediático como “Andy”.
La reciente aparición pública de López Beltrán, tras los malos resultados electorales en Veracruz y Durango, deja ver las tensiones internas en la formación de nuevos liderazgos dentro de Morena. Lejos de asumir una posición de autocrítica o de reformulación estratégica, eligió un entorno cómodo —el pódcast La Moreniza, conducido por la presidenta del partido, Luisa María Alcalde— para defender su papel como secretario de organización.
Su mensaje no giró en torno a resultados o propuestas, sino en torno a su identidad: se quejó de que los medios lo llamaran “Andy”, reclamó respeto por el nombre que comparte con su padre y afirmó que las críticas a su persona eran en realidad ataques encubiertos hacia el expresidente, a quien llamó “el mejor presidente que ha tenido este país”.
Sin embargo, esta reacción fue percibida por amplios sectores como una muestra de fragilidad política. Centrar la discusión en un apodo, más que en las responsabilidades y resultados de su gestión, revela la falta de una trayectoria propia. Hasta ahora, López Beltrán no ha construido un liderazgo independiente ni ha demostrado méritos que justifiquen su posición dentro del partido.
Como bien señala Maquiavelo, el liderazgo también se construye mediante la proyección de una imagen fuerte y la obtención de resultados tangibles. En este sentido, es difícil justificar el desempeño de Morena en Veracruz y Durango, considerando el inmenso poder institucional, el control de los programas sociales y los recursos públicos a su disposición.
A ello se suma la fallida estrategia de no aliarse con el PT en varios municipios, lo que terminó por debilitar aún más su posición. Las acusaciones lanzadas por López Beltrán respecto a una supuesta intervención del PRI y a irregularidades electorales parecen más un intento de desviar la atención que un reconocimiento serio de las fallas internas.
Las diferencias entre López Obrador y su hijo resultan cada vez más evidentes. Mientras el primero supo conectar con las demandas sociales y construir un liderazgo con identidad propia, el segundo intenta replicar la fórmula sin la audacia, la astucia ni la legitimidad que caracterizaron al fundador del movimiento.
Su discurso reciente, más defensivo que propositivo, parece responder a la presión interna del partido y a las crecientes críticas externas, más que a una estrategia clara de posicionamiento.
La sombra del expresidente sigue pesando. López Obrador, conocedor de la historia política de México, parece tener conciencia del riesgo que representa el tiempo para cualquier líder. Por eso, la incorporación de su hijo a una posición clave dentro de Morena puede interpretarse como un intento de preservar su legado bajo una lógica patrimonialista. Sin embargo, las estrategias que funcionaron para él —como la victimización o el enfrentamiento con los medios— podrían no rendir los mismos frutos en su heredero político.
El caso de López Beltrán ilustra con claridad cómo un ascenso político puede estar más relacionado con el peso simbólico de un apellido que con méritos propios. Hasta ahora, su trayectoria no se ha distinguido por la eficacia, los resultados concretos ni por una capacidad real de interlocución política.
Si desea desprenderse de la etiqueta de “Andy” y consolidarse como una figura con liderazgo propio, deberá demostrar esas cualidades con hechos. Todo liderazgo que no se adapta a los desafíos del presente corre el riesgo de disolverse en la irrelevancia.
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