MUNDO
La guerra del agua: Cuando la fuente de la vida se convierte en oro líquido

Por María Luisa Ramos Urzagaste //
Se dice que las futuras guerras serán por el agua, pero lo cierto es que hoy ya se libera una lucha entre la apropiación del agua por parte de las transnacionales, frente a millones de ciudadanos que no tienen acceso al líquido elemento. Es una lucha entre la codicia del lucro privado y el derecho humano al agua de millones de ciudadanos.
Si bien es cierto que hay suficiente agua dulce en el planeta, el problema es que su distribución no es la adecuada ni la más justa.
El 70% de todas las aguas extraídas de los ríos, lagos y acuíferos se utilizan para el riego y solo el 10% se destina al abastecimiento de agua potable para la ciudadanía.
Según la ONU, 3 de cada 10 personas en el mundo carecen de acceso a servicios de agua potable seguros y 6 de cada 10 carecen de acceso a instalaciones de saneamiento gestionadas de forma segura.
En cuanto a América Latina y el Caribe, más de un tercio no tiene acceso al agua «gestionada de forma segura».
Alrededor del líquido elemento se disputan grandes intereses y se generan conflictos como los que viven muchos países como Honduras, Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, etc. Al otro lado del mapa mundial, Palestina, la República Democrática del Congo, son países donde el acceso al agua hace la diferencia entre la vida y la muerte.
EL AGUA ES UN DERECHO HUMANO
Luego de intensos esfuerzos, el año 2010, Bolivia junto a otros países logró que la Asamblea General de la ONU reconociera explícitamente que «el derecho al agua potable y el saneamiento es un derecho humano esencial para el pleno disfrute de la vida y de todos los derechos humanos».
A los países les queda claro que deben buscar soluciones al problema. Para ello los Gobiernos ejecutan diferentes esquemas. Pero la preocupación surge cuando los Parlamentos y Gobiernos buscan ‘transferir’ a la empresa privada la responsabilidad que le toca asumir al Estado.
EL CASO DE LA REPÚBLICA DE EL SALVADOR
Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, CEPAL, en El Salvador más del 40% de sus habitantes vive en situación de pobreza.
Los datos que publica el Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales son aún más lapidarios puesto que «más de 1,5 millones de personas no tienen acceso al agua y el 75% de las grandes industrias carecen de sistemas de tratamiento de aguas servidas».
El 90% de los ríos del país están contaminados por vertidos domiciliares sin tratamiento y casi el 60% de la población rural no tiene acceso al agua.
A esta calamitosa situación se suma que la mora en el pago del servicio fue tan alta, que en enero de 2019, el entonces presidente Sánchez Cerén exoneró a los usuarios en mora, de los intereses moratorios y los recargos por pago extemporáneo, permitiéndoles obtener la reconexión del vital líquido.
Durante su gestión Sánchez Cerén promovió una reforma constitucional al artículo 69 de la Constitución Política del Estado de El Salvador, para garantizar el derecho humano al agua y la alimentación. Dicha iniciativa incluso contó con el apoyo de la ONU, pero la oposición no lo permitió.
UN DERECHO HUMANO INCOMPATIBLE CON EL INTERÉS PRIVADO
La sociedad salvadoreña en su conjunto entiende que es vital resolver el problema, por ello el Congreso lleva ya varios años buscando aprobar una Ley de Aguas.
Si bien el actual anteproyecto define que «el derecho humano al agua y el saneamiento es fundamental e irrenunciable», no obstante, lo que preocupa a la población es la posible privatización del sector mediante la creación de un ‘ente rector’ o figura similar, con participación de las empresas privadas.
La Procuraduría de El Salvador lamentó la propuesta de conformar una Junta Directiva de la Autoridad Nacional del Agua (ANA), con participación del sector privado. Argumenta que, por la naturaleza de ese sector, su objetividad puede estar gravemente comprometida.
Según la Alianza contra la privatización del Agua «se trata de un proyecto exclusivo para las clases altas de nuestro país» por tanto se hace necesario frenar este matrimonio declarado entre empresa privada y Estado que atenta contra el agua, el medio ambiente y la vida.
Otro aspecto que genera preocupación son los permisos que podría otorgar el Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales.
INFORMAR MEDIANTE UN CARTELITO
El artículo 70 del anteproyecto propone que el Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales podrá autorizar a particulares a través de un permiso, el uso o aprovechamiento del agua y «solo en casos excepcionales se hará divulgación pública sobre el proyecto en cuestión, y los posibles afectados tendrán 10 días para reaccionar».
Se dispone además que, en los casos excepcionales, se haga una publicación nacional en la prensa y además «por medio de un cartel». Dicho anuncio de cartel deberá ser fijado en las Alcaldías Municipales correspondientes.
¿Se imagina usted a padres, madres, campesinos, trabajadoras de maquilas, estudiantes, vigilando a diario las alcaldías para enterarse de si han colgado algún cartelito por ahí, que le signifique a la larga, riesgo de enfermedades e incluso su vida?
LA CARGA DE LA PRUEBA CAE EN LOS POSIBLES AFECTADOS
Más aún, el artículo 85 propone que, en el caso de los proyectos grandes, los afectados deberán exponer «razones de hecho y de derecho para no conceder la autorización» y deben adjuntar «las pruebas que tengan en su poder o señalando donde se encuentran, si estas existieren».
Al leer esto uno se pregunta, ¿y dónde está el Estado? ¿Por qué deben ser los ciudadanos de a pie, quienes deban demostrar la inviabilidad de un proyecto? ¿acaso no es el Estado el llamado a buscar el bienestar de sus ciudadanos AL?
Estas son apenas algunas pinceladas, que justifican claramente la preocupación de la gente.
CHILE Y BOLIVIA, DOS ANTÍPODAS
En febrero de 2000, el entonces presidente y exdictador de Bolivia Hugo Banzer, azuzado por el Banco Mundial, privatizó el servicio de suministro de agua a Cochabamba. Bolivia ese tiempo vivía uno de los momentos históricos más nefastos por la imposición del modelo neoliberal que solo dejó pobreza y debilitó al Estado.
El contrato de privatización del agua fue adjudicado a un consorcio multinacional. Poco después, surgieron quejas sobre el aumento de las tarifas del agua, que se incrementaron hasta llegar a un 300%.
El pueblo cochabambino organizado logró la anulación del contrato de privatización en una movilización conocida como «la guerra del agua«.
Con tal nefasta experiencia, el pueblo boliviano el año 2009 aprobó en la nueva constitución política que «el agua constituye un derecho fundamentalísimo para la vida, en el marco de la soberanía del pueblo”.
La carta fundamental de Bolivia define que los recursos hídricos en todos sus estados, constituyen recursos finitos, vulnerables, estratégicos y que cumplen una función social, cultural y ambiental, por tanto «no podrán ser objeto de apropiaciones privadas».
EN CHILE LA PROPIEDAD DEL AGUA FUE PRIVATIZADA
La Constitución Política adoptada en 1980 durante la dictadura de Pinochet, define el agua como un bien privado y no como un derecho humano, al otorgar «la libertad para adquirir el dominio de toda clase de bienes» donde «los derechos de los particulares sobre las aguas, otorgarán a sus titulares la propiedad sobre ellos».
El código de aguas de Chile indica que el derecho de aprovechamiento sobre las aguas es de dominio de su titular, quien podrá usar, gozar y disponer de él y puede ser incluso hipotecado.
Como resultado de ésta política, según el Centro de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales, las empresas estatales y municipales cubren un 4,3% de los servicios de agua potable, mientras que las empresas privadas manejan el 95,7% del mercado.
Según la misma fuente, la falta de prevención en la garantía del derecho humano al agua potable significó, en los últimos años, cortes significativos de ese servicio para los usuarios.
Por su parte, el movimiento por la defensa del agua, la tierra y la protección del medio ambiente (MODATIMA) afirma que «el agua no es, ni puede continuar siendo una mercancía, por tanto no debe continuar privatizada, ni dejada al arbitrio de las especulaciones del mercado».
La lucha por hacer valer el derecho humano al agua es tortuoso para los activistas sociales que se manifiestan por la necesidad de recuperar y defender el agua.
¿ESTADOS AL SERVICIO DE LAS COMPAÑÍAS TRANSNACIONALES?
Lo que ocurre actualmente en Chile como en El Salvador debe servir de espejo y alerta por lo que pueda suceder o ya está sucediendo en muchos países donde pretenden privatizar el agua.
La privatización, a menudo, es presentada como la única forma de hacer más eficiente la prestación de algún servicio o la administración y explotación de algún recurso.
Este no debería ser el caso del agua, pues al tratarse de un derecho humano, es completamente impropio ‘delegar’ su gestión o su propiedad a la empresa privada.
Cuando el Estado se desentiende de sus obligaciones frente a sus ciudadanos, y transfiere o delega sus deberes al sector privado, este último, por su naturaleza, lo que hará es convertir a los ciudadanos en clientes, y el agua en una mercancía.
El ser cliente significa que, si la persona no tiene capacidad de pago, pierde el derecho al servicio. Así de simple. Es cuestión de estar dentro o fuera del mercado. Estar ‘fuera del mercado» implicará mayor pobreza, enfermedades y muerte.
En la lógica de apropiación privada del agua subyace una cruda verdad, que en términos económicos se denomina «demanda inelástica«, entendida como aquella demanda de mercado que no sufre variación, a pesar de que el precio del producto se eleve.
Esto ocurre con la demanda del agua, por el hecho de ser un elemento vital para la vida que no tiene sustitutos. Esta característica proporciona a las compañías privadas la certeza de que su requerimiento no disminuirá, incluso si los ingresos de la familia bajan o si el precio se incrementa.
Es justamente por esta razón que la responsabilidad de los Estados en la protección de la vida y los derechos de sus ciudadanos es mayor y no debe ser transferida a terceros. Son los Estados los que deben buscar ser eficientes y justos.
CARTÓN POLÍTICO
Edición 807: Magistrada Fanny Jiménez revoca rechazo de pruebas y defiende Bosque de Los Colomos
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Crónica de una semana tensa en la UdeG: La rebelión estudiantil que desafía a la FEU
MUNDO
Tolerancia en tiempos de algoritmos

– Opinión, por Miguel Anaya
¿Qué significa ser conservador en 2025? La etiqueta, lejos de significar a una persona o grupo de ellas, aglutinadas en torno a la Biblia o valores cristianos, se ha vuelto un acto de rebeldía. El conservadurismo pareciera significar a una nueva minoría (o una mayoría silenciosa) que enfrenta un prejuicio constante en redes sociales.
En sociedades donde la corrección política dicta el guion, ser conservador implica defender valores tradicionales —para algunos valores anacrónicos— en medio de un mar de redefiniciones. La sociedad dio un giro de 180 grados en tan solo 20 años y aquellos que señalaban hace dos décadas, hoy son señalados.
¿Y ser liberal? El liberalismo que alguna vez defendió la libertad frente al Estado hoy se ha transformado en progresismo militante: proclamar diversidad, reivindicar minorías, expandir derechos. Noble causa, sin duda.
El problema comienza cuando esa nobleza se convierte en absolutismo y se traduce en expulsar, callar o cancelar a quien no repite las consignas del día. El liberal de hoy se proclama abierto, pero con frecuencia cierra la puerta al que discrepa. Preocupante.
He aquí la contradicción más notable de nuestro tiempo: vivimos en sociedades que presumen de “abiertas”, pero que a menudo resultan cerradas a todo lo que incomoda. Lo que antes era normal hoy puede costar reputación, trabajo o, en casos extremos, la vida. Hemos reemplazado la pluralidad por trincheras y el desacuerdo por el linchamiento mediático (“funar” para la generación Z).
La polarización actual funciona como un espejo roto: cada bando mira su fragmento y cree que posee toda la verdad. Los conservadores se refugian en la nostalgia de un mundo que quizá nunca existió, mientras que los liberales se instalan en la fantasía de que el futuro puede aceptar todo, sin limitantes.
Ambos lados olvidan lo esencial: que quien piensa distinto no es un enemigo para destruir, sino un ciudadano con derecho a opinar, a discernir y, por qué no, a equivocarse humanamente.
La violencia y la polarización que vivimos, no son fenómenos espontáneos. Son herramientas. Benefician a ciertas cúpulas que viven de dividir, a las plataformas digitales que lucran con cada insulto convertido en tema del momento.
El odio es rentable; la empatía, en cambio, apenas genera clics. Por eso, mientras unos gritan que Occidente se derrumba por culpa de la “ideología woke”, otros insisten en que el verdadero peligro son los “fascistas del siglo XXI”. Y en el ruido de esas etiquetas, el diálogo desaparece.
Lo más preocupante es que ambos discursos se han vuelto autorreferenciales, encerrados en su propia lógica. El conservador que clama por libertad de expresión se indigna si un artista satiriza sus valores; el liberal que defiende la diversidad se escandaliza si alguien cuestiona sus banderas.
Todos piden tolerancia, pero solo para lo propio. Lo vemos en el Senado, en el país vecino, tras el triste homicidio de Charlie Kirk y hasta en los hechos recientes en la Universidad de Guadalajara.
En buena medida, este mal viene precedido de la herramienta tecnológica que elimina todo el contenido que no nos gusta para darnos a consumir, solo aquello con lo que coincidimos: EL ALGORITMO.
El algoritmo nos muestra un mundo que coincide totalmente con nuestra manera de pensar, de vivir, de vestir, nos lleva a encontrarnos únicamente con el que se nos parece, creando micromundos de verdades absolutas, haciendo parecer al que piensa un poco distinto como ajeno, loco e incluso peligroso. Algo que debe ser callado o eliminado.
Occidente, en 2025, parece olvidar que lo que lo hizo fuerte no fue la homogeneidad, sino la tensión creativa y los equilibrios entre sus diferencias. Quizá el desafío es rescatar el principio básico de que la idea del otro no merece la bala como respuesta.
Solo la palabra, incluso aquella que incomoda, puede mantener vivo un debate que, aunque imperfecto, sigue siendo el único antídoto contra el silencio y la complicidad impuestos por el miedo o la ignorancia.
MUNDO
De espectador a jugador: El Plan México y los nuevos aranceles

– A título personal, por Armando Morquecho Camacho
En la historia de la política internacional, las decisiones económicas suelen asemejarse a partidas de ajedrez: cada movimiento no solo busca ganar terreno en el presente, sino también anticipar jugadas futuras que podrían definir la victoria o la derrota.
México, con el anuncio de aranceles de hasta un 50% a productos provenientes de países sin acuerdos comerciales —particularmente China—, ha hecho una jugada que puede parecer arriesgada, pero que revela un cálculo estratégico más amplio: equilibrar una balanza comercial desigual y, al mismo tiempo, alinearse con el tablero donde Estados Unidos y China libran una guerra cada vez más abierta.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha justificado la medida bajo dos argumentos centrales: primero, la necesidad de equilibrar la balanza comercial con China, que hoy refleja una brecha difícil de ignorar; y segundo, el impulso del llamado Plan México, su proyecto estrella para transformar la economía y fomentar la producción nacional.
Visto desde esa óptica, el arancel no es un simple impuesto, sino un muro de contención frente a la dependencia excesiva de productos chinos y, al mismo tiempo, una palanca para reconfigurar las cadenas de valor en territorio mexicano.
El gesto tiene también una lectura geopolítica. Estados Unidos ha reactivado una estrategia de confrontación comercial contra China y la Unión Europea ha hecho lo propio. México, tercer socio comercial de Estados Unidos y pieza clave en la industria automotriz de Norteamérica, no podía permanecer neutral. Imponer aranceles de este calibre es enviar una señal de lealtad estratégica a Washington, asegurando que México no será el eslabón débil en la cadena norteamericana.
La analogía podría entenderse si imaginamos un puente colgante sobre un río. Durante décadas, México ha cruzado ese puente que fue construido con materiales chinos y que servían de soporte a la industria nacional. Ahora, la decisión de elevar aranceles implica retirar varios de esos tablones y reemplazarlos con productos propios o con piezas de otros socios.
No es una tarea sencilla. Estos cambios en un inicio podrían debilitar el puente, pero esto se hace con la finalidad de consolidar la estructura y hacerla menos dependiente de un solo proveedor.
Los críticos señalan que el golpe puede resultar contraproducente. La industria automotriz mexicana, uno de los grandes motores de la economía, ha construido buena parte de su competitividad sobre la base de insumos chinos.
No obstante, esta medida podemos verla desde otra perspectiva y no solo como una medida para eliminar de golpe la presencia china, sino que esta busca generar incentivos para que la inversión y la producción se instalen en territorio mexicano o en países con reglas más claras.
Esta jugada puede entenderse también como una apuesta al futuro del nearshoring, el fenómeno que ha llevado a empresas globales a trasladar operaciones de Asia a países más cercanos al mercado estadounidense. México, por su ubicación geográfica y su red de tratados, se ha convertido en uno de los destinos más atractivos.
Para capitalizar esa ventaja era necesario enviar una señal firme: que el país está dispuesto a reordenar su comercio exterior y a reducir su dependencia de un socio con el que no comparte compromisos de largo plazo.
No obstante lo anterior, en lo político, México también gana margen de maniobra. Al mostrar una postura clara frente a China, fortalece su posición en la relación con Estados Unidos, con quien compartimos más que fronteras. Recordemos que, en el contexto sociopolítico actual, el T-MEC exige disciplina y coordinación en temas comerciales, especialmente en la industria automotriz, que es clave tanto en México como en Estados Unidos.
El reto, sin embargo, será enorme. La transición hacia cadenas de suministro menos dependientes de China implicará costos de corto plazo, ajustes en la industria y tensiones con empresarios acostumbrados a la eficiencia y el bajo precio de los insumos chinos.
Pero en la economía, como en la vida, no siempre se trata de elegir el camino más fácil, sino el que garantiza mayor estabilidad y desarrollo a largo plazo. Si el Plan México logra que las fábricas, en lugar de importar piezas, empiecen a producirlas en territorio nacional, la apuesta habrá valido la pena.
Imaginemos por un momento la industria del automóvil como un gran árbol. Sus raíces se extienden en múltiples direcciones: hacia Estados Unidos, hacia Europa y, en las últimas dos décadas, con fuerza, hacia China. Lo que hoy propone el gobierno mexicano es podar algunas de esas raíces para que el árbol no dependa en exceso de un solo suelo.
Es verdad que hay incertidumbre. Nadie puede asegurar que los aranceles funcionarán como palanca de desarrollo interno y no como un freno a la producción. Nadie puede anticipar hasta qué punto las tensiones con China podrían derivar en represalias.
Pero lo que sí es claro es que seguir con una dependencia de 130 mil millones de dólares en importaciones de China, frente a apenas 15 mil millones en exportaciones de México, es caminar sobre una cuerda floja demasiado delgada.
México está intentando, con esta decisión, dejar de ser un simple espectador en la guerra comercial de Estados Unidos contra China, para convertirse en un jugador que elige con quién y cómo quiere relacionarse. El Plan México puede ser la brújula que oriente esta transición, y los aranceles, la herramienta que marque el rumbo.
No se trata de cerrarse al mundo, sino de abrirse de manera más inteligente, cuidando que el intercambio económico no se convierta en una relación de dependencia.
Al final, lo que está en juego no es solo la balanza comercial con China ni la competitividad de la industria automotriz, sino la posibilidad de que México aproveche este momento de reconfiguración global para fortalecerse como un país capaz de producir, innovar y sostener su crecimiento sin depender de los caprichos de una sola potencia. El puente que hoy tambalea puede convertirse, si se refuerza con visión, en la vía sólida hacia un futuro de mayor autonomía económica.