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NACIONALES

Iniciativa de Claudia Sheinbaum: Una deuda laboral en la era digital

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A título personal, por Armando Morquecho Camacho //

A lo largo de la historia, el abuso y la explotación de la clase trabajadora han sido constantes. En las primeras décadas del siglo XIX, los obreros que alimentaban la Revolución Industrial enfrentaron condiciones laborales deplorables: largas jornadas, trabajo infantil, falta de derechos y seguridad laboral mínima.

Uno de los casos más emblemáticos fue la Rebelión de los Luditas en Inglaterra, un movimiento que estalló cuando los obreros, enfrentados a las duras condiciones impuestas por la industrialización, destruyeron las máquinas que percibían como símbolos de su miseria. Aunque estos obreros fueron castigados, la lucha por mejores condiciones laborales continuó y sentó las bases para las regulaciones laborales que hoy consideramos fundamentales. Sin embargo, más de dos siglos después, estamos viendo una nueva forma de explotación que nos recuerda esos días oscuros: los trabajadores de las plataformas digitales.

La semana pasada, Claudia Sheinbaum firmó una iniciativa que podría cambiar el destino de cientos de miles de trabajadores en México, particularmente de aquellos que laboran para plataformas como Uber, Didi y Rappi. Esta iniciativa, que será enviada al Congreso, busca dotar de seguridad social y prestaciones a los choferes y repartidores que, hasta hoy, han sido marginados del sistema de protección laboral, enfrentando condiciones muy parecidas a las de los obreros de la Revolución Industrial, aunque en un contexto moderno.

Desde la llegada de la llamada «economía colaborativa», los trabajadores de plataformas digitales han sido engañados con el mantra de “ser tu propio jefe”, una falacia que esconde la precarización extrema de sus condiciones laborales. Si bien este esquema les promete libertad y autonomía, la realidad es que estos trabajadores no tienen ninguna de las garantías mínimas que deberían ofrecer las empresas que verdaderamente son sus empleadoras. Sin seguridad social, sin vacaciones, sin prestaciones y, lo más grave, sin respaldo alguno en caso de accidentes, estos trabajadores quedan a merced de un sistema que se beneficia de su precariedad.

Es importante recordar que esta no es una nueva lucha. Desde el gobierno anterior se planteó la necesidad de brindar seguridad social a los trabajadores de plataformas, una propuesta que fue ignorada, bloqueada y, en muchos casos, combatida por las propias empresas que alegaban que sus empleados no eran, en realidad, empleados. Lo irónico es que el mismo discurso que se utilizó hace más de 200 años para mantener a los trabajadores en condiciones de semiesclavitud sigue vigente hoy, disfrazado bajo los avances tecnológicos y la retórica de la «innovación».

El argumento central de estas plataformas ha sido que sus conductores y repartidores son «independientes», que trabajan por su cuenta y, por lo tanto, no requieren las mismas protecciones que los empleados tradicionales. A pesar de ello, la realidad es que estas compañías imponen condiciones a sus trabajadores, determinan las tarifas y los penalizan si no cumplen con ciertas normas, lo que claramente los coloca en una relación de subordinación laboral. En otras palabras, estas empresas sí son empleadoras, y como tales, deben asumir las responsabilidades que esto conlleva.

Un ejemplo contundente que desmiente el discurso de las plataformas es la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) emitida en 2017. En dicho fallo, el tribunal determinó que Uber no es simplemente una intermediaria entre conductores y pasajeros, sino una empresa que presta servicios de transporte y, por ende, debe cumplir con las regulaciones laborales y fiscales de los países donde opera. Esta decisión fue un golpe para la narrativa que empresas como Uber han impulsado, y aunque en Europa se han comenzado a ver avances en la protección de los derechos de estos trabajadores, en México llevamos un sexenio de retraso.

Durante los últimos siete años, miles de repartidores y choferes han sido víctimas de accidentes de tránsito mientras trabajaban para estas plataformas. En la mayoría de los casos, las empresas simplemente han dado la espalda, argumentando que no son responsables de la seguridad o el bienestar de sus «socios conductores». Este vacío legal ha permitido que las plataformas se enriquezcan a costa de la vulnerabilidad de sus trabajadores, dejando a estos últimos desprotegidos y, en muchos casos, sin recursos para enfrentar las consecuencias de un accidente.

La iniciativa de Sheinbaum es, en este sentido, un paso decisivo para poner fin a esta injusticia. Proteger a los trabajadores de plataformas digitales no solo es una cuestión de equidad, sino de dignidad. Al dotarlos de seguridad social y prestaciones, el gobierno reconoce que estas empresas deben asumir su papel como empleadoras y dejar de evadir sus responsabilidades.

El modelo económico que estas plataformas defienden es insostenible desde el punto de vista ético y humano. No podemos seguir permitiendo que bajo el disfraz de la «innovación» se perpetúen formas de explotación que deberían haberse erradicado hace décadas. Las revoluciones tecnológicas no deben ser excusa para regresar a las condiciones laborales del siglo XIX, y mucho menos para evadir las obligaciones legales que las empresas tienen hacia sus empleados.

La firma de esta iniciativa por parte de Sheinbaum es solo el primer paso. El reto ahora será enfrentar a las transnacionales que, con el apoyo de poderosos grupos de interés, han bloqueado estos esfuerzos en el pasado. Con todo, la justicia laboral no puede esperar más. Los trabajadores de plataformas digitales merecen ser tratados con dignidad, y es hora de que el Estado cumpla con su obligación de protegerlos.

Así como la lucha de los obreros en el siglo XIX fue clave para establecer los derechos laborales que hoy consideramos irrenunciables —como la jornada de ocho horas, el derecho a un salario justo y las condiciones de trabajo seguras—, la protección de los derechos de los trabajadores de plataformas será un hito en la historia laboral del siglo XXI. Al final, lo que está en juego no es solo la supervivencia de un modelo de negocios o la rentabilidad de las plataformas, sino la justicia social y la capacidad del Estado para proteger a sus ciudadanos en un contexto económico cambiante.

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CARTÓN POLÍTICO

¿Dormirá tranquilo en Madrid?

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JALISCO

La justicia, un privilegio inalcanzable: Teuchitlán, la negación como crimen de Estado

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Crónicas de Pacheco, por Daniel Emilio Pacheco //

Hay maneras múltiples de negar un crimen, formas infinitas de enterrar un cuerpo, procedimientos diversos para desaparecer personas, ideas, realidades. En México, especialmente en Jalisco, el gobierno parece haberlas aprendido todas. El más reciente y grotesco episodio de negación oficial se escenifica alrededor de un rancho en Teuchitlán, cuyo nombre, «Izaguirre», se volvió sinónimo del horror: fosas, huesos quemados, restos calcinados, zapatos sin dueño.

Pero, según la fiscalía general del Estado, allí nunca hubo hornos crematorios. Así lo dijeron, con palabras oficiales, tranquilas, demasiado tranquilas, con la frialdad de quien niega para no actuar.

Héctor Flores, vocero del colectivo Luz de Esperanza, habla con el tono cansado de quien ya conoce todas las versiones oficiales. «Quieren minimizar la crisis, callar lo que dicen las familias y los medios», señala. No habla desde la teoría; lo suyo es la práctica cotidiana de una búsqueda desesperada, un intento de hacer justicia con propias manos, mientras el Estado responde con burocracia y negaciones. Y no habla solo de Teuchitlán, sino de una realidad que atraviesa todo México: más de 15,000 desaparecidos solo en Jalisco y decenas de miles más en todo el país. Números que aumentan, cifras que no despiertan acción sino indiferencia.

«La confianza está en las familias, no en las instituciones», sentencia Flores. Las palabras golpean con fuerza porque reflejan una verdad ya inocultable: el Estado ha dejado hace tiempo de ser garante de seguridad para convertirse en cómplice por omisión, por negligencia, por indiferencia. Flores lo explica sencillo, pero la simplicidad de su denuncia encierra toda la complejidad del fracaso institucional: «La federación no puede lavarse las manos echándole la culpa a los estados. La delincuencia organizada es competencia federal y tienen que actuar».

Pero México es el país donde los gobiernos siempre encuentran razones para no actuar. La Fiscalía argumenta que necesita denuncias formales para iniciar carpetas de investigación. Las familias responden que denunciar es ponerse en peligro, es exponerse a la violencia del crimen organizado, protegido por autoridades corruptas. La paradoja es brutal: se exige que las víctimas, ya violentadas, vulnerables, amenazadas, sean quienes se arriesguen aún más para hacer el trabajo que el Estado rechaza.

La negativa oficial sobre los hornos de Teuchitlán no solo busca invisibilizar la tragedia, sino evitar las consecuencias internacionales que podría acarrear el reconocimiento de un crimen que claramente constituye una violación masiva de derechos humanos. Flores apunta hacia organismos internacionales, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos o la Corte Penal Internacional, advirtiendo que esta crisis, de ocurrir en cualquier país europeo, sería inmediatamente calificada como una emergencia global. Pero ocurre en México, donde los muertos pesan menos, donde los desaparecidos son culpables antes que víctimas.

La negación no es solo federal, es también local. Enrique Alfaro, gobernador saliente de Jalisco, dejó en herencia un récord macabro: pasó de 5,000 a más de 15,000 desaparecidos durante su mandato. Colectivos como «Por Amor a Ellxs» recuerdan cómo Alfaro prometió diálogo y puertas abiertas, pero solo entregó indiferencia y abandono. María del Refugio Torres resume así el gobierno de Alfaro: «ineficaz, lleno de omisiones y deficiencias».

Ahora la responsabilidad recae en Pablo Lemus, sucesor político que, al parecer, ante esta prueba está actuando a destiempo. En reuniones en noviembre del año pasado, previas a la toma de poder, Salvador Zamora, quien ahora es secretario general de Gobierno, asistió solo para sacarse la foto. No escuchó, no conversó, no actuó, en esta crisis, no ha aparecido.

La crisis institucional no se detiene en el Ejecutivo. Jonathan Ávila, del Centro de Justicia para la Paz y el Desarrollo (Cepad), denunciaba al finalizar la administración de Enrique Alfaro que no había ni siquiera un programa estatal de búsqueda en Jalisco y que el rezago en el Servicio Médico Forense alcanzaba niveles vergonzosos: más de 9,400 cuerpos sin identificar.

Mientras las autoridades siguen negando la realidad, las familias se organizan y protestan. Este sábado pasado, frente al Palacio de Gobierno de Jalisco, más de dos mil personas gritaron consignas claras y dolorosas: «El Estado sí sabía, Alfaro sí sabía». Lo sabían porque es imposible no saberlo, porque los campos del horror no nacen en secreto sino bajo el amparo de complicidades. Daniela Gómez, quien busca a su hermano desaparecido, resume el sentimiento común: «No es posible que haya más de 18,000 desaparecidos y solamente seis buscadores en el gobierno».

La vigilia del sábado fue otra demostración del dolor transformado en resistencia. Héctor Águila Carvajal, padre de otro desaparecido, pidió unidad: «Sigamos uniendo fuerzas, el dolor no cesa». Y no cesa porque la respuesta oficial sigue siendo mínima, burocrática, cínica.

Y lo de que Teuchitlán no se trata de un caso aislado. La lista de sitios donde se repite la tragedia es dolorosamente extensa: desde la macabra «Gallera» en Veracruz hasta los cuerpos disueltos en ácido por el infame «Pozolero» de Tijuana, pasando por la escalofriante cifra de restos en «La Bartolina», Tamaulipas. Un catálogo infernal de barbaries toleradas, acaso protegidas, por autoridades que prefieren mirar hacia otro lado.

Esta crisis no puede seguir siendo escondida bajo excusas burocráticas ni minimizada con comunicados oficiales. Los colectivos lo denuncian: Teuchitlán no es un caso aislado, sino un símbolo más de la impunidad institucionalizada. Héctor Flores alerta sobre al menos seis puntos más similares en Jalisco, que nadie quiere investigar porque nadie quiere reconocer lo evidente.

Desde Madrid hasta Nueva York, mexicanos en el exilio exigen lo básico: reconocer el término «sitios de exterminio», proteger efectivamente a las buscadoras, garantizar justicia y reparación. Es un grito desesperado, es una demanda urgente, y es, sobre todo, una advertencia: la negación no borrará los muertos, solo prolongará el sufrimiento.

Negar lo evidente es una forma más de violencia. México merece más que excusas. Las víctimas merecen más que palabras. Y la justicia, que debería ser obvia, hoy parece un privilegio inalcanzable.

En X @DEPACHECOS

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JALISCO

La bestia de Teuchitlán

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Opinión, por Fernando Plascencia //

¿Qué nos hace humanos? La dichosa pregunta se ha respondido de muchas maneras. Dirían los antiguos que la racionalidad, o que tenemos un alma incrustada y atrapada en el cuerpo que funge como cárcel, o más complejo, la capacidad de pensarnos a nosotros mismos como seres pensantes. La pregunta viene bien ahora.

Lo que ocurrió en Teuchitlán descompone cada supuesto de humanidad. La racionalidad se perdió, llegó el animalismo, se diría, pero ya Mary Midgley vino a decirnos que no hay animal más cruel que el humano, ni el feroz lobo es capaz de desollar a sus presas, porque no son rivales, son presas. ¿Nos distingue el alma? Pero quién con alma sería capaz de cometer atrocidades contra decenas de seres humanos, un desalmado. No se ve más el reflejo del alma en los ojos, los ojos solo reflejan desdicha y sufrimiento.

No importa a dónde vayamos, la violencia nos persigue y nos hace cada vez menos humanos. Nos persigue para condenarnos y llevarnos de su mano. Como sociedad no hemos sido capaces de evitarla. Como humanidad nos sentamos en comunidad, creamos normas, para no hacernos daño los unos a los otros, cuán lejos nos sabemos de eso.

El contrato social que nos hizo humanos en el principio – cuál principio – se rompe y se rompe a cada rato. Teuchitlán lo confirma, el desmoronamiento de lo que creíamos nos quita lo humano. ¿Qué somos ya?

Desde hace años se habla de deshumanización, de una extrañeza que nos invade y nos hace menos humanos. ¿Somos menos humanos con cada tragedia como la de Teuchitlán? ¿El humano que se atrevió a tanto con qué será comparado? No hay más comparación que con el mismo humano. La bestia que llevamos dentro emerge y no como bestia de la naturaleza, sino como la bestia que no conoce el límite moral, porque sí hay animales que viven con una moralidad más digna.

Nuestra humanidad se encuentra extraviada y con símbolos y con ríos de sangre y dolor lo comprobamos. 400 zapatos son la muestra de una capacidad infinita de derrotar al rival como sea necesario y con los medios que se tengan al alcance, pero más que derrotar al rival nos derrotamos a nosotros mismos. Fuimos capaces de crear un Estado, tan sofisticado en algunas partes con instituciones que resuelven el más pequeño inconveniente público, pero ahora no somos capaces de protegernos.

La humanidad se nos va de las manos, eso que se propuso como proyecto de humanidad no quedó más que en el papel de tratados morales y filosóficos. El trazado racional que por mucho tiempo hemos tratado de seguir se tambalea y estamos a la deriva no solo de una razón instrumental, sino de una lógica de violencia por la violencia. Lo que creamos para servirnos de protección ha dejado de servirnos y ha servido para incrementarla – la violencia -, con disposición para que unos cuanto sigan al margen. Pero lo que se predice es que la violencia está por atacarnos a todos y de una vez por todas no habrá quién se salve, será responder o morir.

Más que nunca es falso que somos los seres del centro de la vida social, qué limitados estamos para salir de la violencia, y es que ningún impulso nos ha sacado de ese baño de sangre. Divinizar la violencia es el camino más torpe que pudimos tomar o ¿será que el exceso de libertad nos trajo hasta aquí?

Lo que ocurrió en Teuchitlán debe ser llamado como uno de los peores actos que como sociedad nos han ocurrido. Qué lejos nos pone de una idea de sociedad que seguimos compartiendo muchos, donde la violencia debe ser el instinto más controlable que tengamos. La violencia es biológicamente natural, pero debemos entender cómo moderarla y evitar que los conflictos lleguen a más. La información más valiosa que tenemos es que la violencia no es el único impulso que tenemos, ni el mejor, sino que tenemos instintos que juegan un papel fundamental como sociedades: la cooperación o la empatía.

No reforzar la violencia y sus conductas es vital como humanidad, si no es real que el hombre es lobo para el hombre es porque tenemos más caminos y Teuchitlán no es el destino ineludible del que no podamos escapar, sino debe ser el inicio de entender que como sociedad y humanidad no es lo que queremos muchas, pero muchas personas.

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