MUNDO
Entre el drama y la incertidumbre: Trump regresa al ruedo y desencadena tormentas globales

A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
El retorno de Donald Trump a la escena política estadounidense no es simplemente un regreso, es un resurgimiento que reverbera más allá de las fronteras de Estados Unidos. Este fenómeno político, a menudo descrito como inesperado, ha capturado la atención del mundo entero y, con razón, ha encendido debates apasionados y reflexiones profundas.
La figura del 45º presidente, con su estilo distintivo y su enfoque disruptivo, emerge nuevamente como un protagonista en el escenario político, y esta resurrección no debería pasarse por alto ni minimizarse.
El fenómeno del resurgimiento de Trump es, en sí mismo, un fenómeno fascinante y único en la historia política moderna. Después de un mandato marcado por políticas controvertidas, tuits incendiarios y una salida del escenario presidencial que dejó preguntas sin respuesta, la vuelta de Trump a la arena política es más que un simple retorno a la vida pública; es un acontecimiento que invita a una reflexión profunda sobre las dinámicas del poder, la polarización y la influencia duradera de una figura singular en la política contemporánea.
Entender y examinar este resurgimiento no es simplemente una cuestión de interés local en Estados Unidos. La relevancia y el impacto potencial de las decisiones y acciones de Trump se extienden mucho más allá de las fronteras nacionales. Este es un capítulo que merece la atención global porque, en última instancia, lo que ocurra en el escenario político estadounidense no solo afecta a los ciudadanos estadounidenses, sino que también envía ondas expansivas que pueden alterar la trayectoria geopolítica de regiones enteras.
El interés en el resurgimiento de Trump radica en su capacidad para moldear y definir la narrativa política no solo de su país, sino del mundo en general. Su estilo distintivo, que algunos ven como disruptivo y otros como refrescante, ha trascendido las fronteras y ha dejado una marca duradera en la manera en que la política se percibe y se practica.
La atención al resurgimiento de Trump es, en última instancia, una mirada al espejo de la política global contemporánea y a cómo las personalidades políticas pueden ejercer una influencia que se extiende más allá de las elecciones y los mandatos.
En ese orden de ideas, el regreso de Trump no solo es un tema para los estadounidenses; es una carta que mezcla el drama y la incertidumbre. Las elecciones primarias republicanas son solo el preludio, y ya estamos viendo que su base está más viva que nunca. La posibilidad de un segundo mandato abre el telón a un escenario político en el que las divisiones pueden profundizarse o, quizás, dar paso a una reconfiguración sorprendente.
América Latina y el Caribe han sido testigos de cambios significativos bajo la administración de Trump, desde políticas migratorias hasta acuerdos comerciales. Si Trump regresa, podríamos anticipar una continuación de estas tendencias o ser testigos de nuevas alianzas y tensiones. Y, crucialmente, ¿cómo afectaría esto al vecino México, que ya está mirando de cerca su propio proceso electoral? Las políticas de Trump podrían generar debates significativos y moldear el enfoque de los candidatos mexicanos hacia las relaciones internacionales.
El conflicto entre Israel y Palestina ha sido una de las áreas donde Trump dejó una marca distintiva. El reconocimiento de Jerusalén como la capital de Israel generó controversias y cambió las reglas del juego. Si Trump regresa, ¿continuará con esta postura o explorará nuevos enfoques? La dinámica en Oriente Medio podría experimentar un renovado frenesí, afectando no solo a los países involucrados directamente, sino también a las relaciones globales.
Rusia y Ucrania, una relación complicada que ha estado bajo los reflectores. Durante su primer mandato, Trump mantuvo una postura ambigua hacia Rusia, lo que generó especulaciones y cuestionamientos. ¿Un segundo acto traería claridad o confusión a esta relación? Europa del Este podría encontrarse en un escenario de incertidumbre, con consecuencias impredecibles para la seguridad regional y las alianzas estratégicas.
Pero no olvidemos que el impacto de Trump no se limita a ciertas regiones; tiene un alcance global. En un mundo donde el lema «Estados Unidos primero» marcó la pauta, ¿seguiremos esa ruta o habrá un cambio en las relaciones internacionales? Y, hablando de relaciones internacionales, ¿cómo podría afectar esto a México en su proceso electoral? La influencia de Estados Unidos en la política mexicana es innegable, y las decisiones de Trump podrían generar ajustes en las estrategias y políticas exteriores mexicanas.
Trump en el ruedo político es como una tormenta que se avecina. No solo se trata de la política estadounidense; es una serie de eventos que podrían redefinir las dinámicas globales. Mientras observamos este capítulo en desarrollo, queda claro que el resurgimiento de Trump no es solo una narrativa interna; es un acontecimiento que merece una atención mundial.
Y para México, en medio de su propio proceso electoral, la sombra de Trump podría agregar una capa adicional de complejidad. Un regreso que promete giros inesperados y que nos recuerda que la política, en cualquier parte del mundo, es un espectáculo impredecible.
En el caso en concreto de nuestro país, no podemos pasar desapercibida la influencia de Trump en nuestro territorio no a niveles sociales, pero sí a niveles políticos, empresariales y de otros grupos de interés, ya que esto podría ser un factor determinante toda vez que los candidatos se verían obligados a reconsiderar sus estrategias en función de los movimientos geopolíticos que puedan surgir en el vecino del norte. La incertidumbre es la única constante en este juego político internacional, y todos están a la espera de cómo se desarrollará esta nueva temporada de la era Trump.
CARTÓN POLÍTICO
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MUNDO
Tolerancia en tiempos de algoritmos

– Opinión, por Miguel Anaya
¿Qué significa ser conservador en 2025? La etiqueta, lejos de significar a una persona o grupo de ellas, aglutinadas en torno a la Biblia o valores cristianos, se ha vuelto un acto de rebeldía. El conservadurismo pareciera significar a una nueva minoría (o una mayoría silenciosa) que enfrenta un prejuicio constante en redes sociales.
En sociedades donde la corrección política dicta el guion, ser conservador implica defender valores tradicionales —para algunos valores anacrónicos— en medio de un mar de redefiniciones. La sociedad dio un giro de 180 grados en tan solo 20 años y aquellos que señalaban hace dos décadas, hoy son señalados.
¿Y ser liberal? El liberalismo que alguna vez defendió la libertad frente al Estado hoy se ha transformado en progresismo militante: proclamar diversidad, reivindicar minorías, expandir derechos. Noble causa, sin duda.
El problema comienza cuando esa nobleza se convierte en absolutismo y se traduce en expulsar, callar o cancelar a quien no repite las consignas del día. El liberal de hoy se proclama abierto, pero con frecuencia cierra la puerta al que discrepa. Preocupante.
He aquí la contradicción más notable de nuestro tiempo: vivimos en sociedades que presumen de “abiertas”, pero que a menudo resultan cerradas a todo lo que incomoda. Lo que antes era normal hoy puede costar reputación, trabajo o, en casos extremos, la vida. Hemos reemplazado la pluralidad por trincheras y el desacuerdo por el linchamiento mediático (“funar” para la generación Z).
La polarización actual funciona como un espejo roto: cada bando mira su fragmento y cree que posee toda la verdad. Los conservadores se refugian en la nostalgia de un mundo que quizá nunca existió, mientras que los liberales se instalan en la fantasía de que el futuro puede aceptar todo, sin limitantes.
Ambos lados olvidan lo esencial: que quien piensa distinto no es un enemigo para destruir, sino un ciudadano con derecho a opinar, a discernir y, por qué no, a equivocarse humanamente.
La violencia y la polarización que vivimos, no son fenómenos espontáneos. Son herramientas. Benefician a ciertas cúpulas que viven de dividir, a las plataformas digitales que lucran con cada insulto convertido en tema del momento.
El odio es rentable; la empatía, en cambio, apenas genera clics. Por eso, mientras unos gritan que Occidente se derrumba por culpa de la “ideología woke”, otros insisten en que el verdadero peligro son los “fascistas del siglo XXI”. Y en el ruido de esas etiquetas, el diálogo desaparece.
Lo más preocupante es que ambos discursos se han vuelto autorreferenciales, encerrados en su propia lógica. El conservador que clama por libertad de expresión se indigna si un artista satiriza sus valores; el liberal que defiende la diversidad se escandaliza si alguien cuestiona sus banderas.
Todos piden tolerancia, pero solo para lo propio. Lo vemos en el Senado, en el país vecino, tras el triste homicidio de Charlie Kirk y hasta en los hechos recientes en la Universidad de Guadalajara.
En buena medida, este mal viene precedido de la herramienta tecnológica que elimina todo el contenido que no nos gusta para darnos a consumir, solo aquello con lo que coincidimos: EL ALGORITMO.
El algoritmo nos muestra un mundo que coincide totalmente con nuestra manera de pensar, de vivir, de vestir, nos lleva a encontrarnos únicamente con el que se nos parece, creando micromundos de verdades absolutas, haciendo parecer al que piensa un poco distinto como ajeno, loco e incluso peligroso. Algo que debe ser callado o eliminado.
Occidente, en 2025, parece olvidar que lo que lo hizo fuerte no fue la homogeneidad, sino la tensión creativa y los equilibrios entre sus diferencias. Quizá el desafío es rescatar el principio básico de que la idea del otro no merece la bala como respuesta.
Solo la palabra, incluso aquella que incomoda, puede mantener vivo un debate que, aunque imperfecto, sigue siendo el único antídoto contra el silencio y la complicidad impuestos por el miedo o la ignorancia.
MUNDO
De espectador a jugador: El Plan México y los nuevos aranceles

– A título personal, por Armando Morquecho Camacho
En la historia de la política internacional, las decisiones económicas suelen asemejarse a partidas de ajedrez: cada movimiento no solo busca ganar terreno en el presente, sino también anticipar jugadas futuras que podrían definir la victoria o la derrota.
México, con el anuncio de aranceles de hasta un 50% a productos provenientes de países sin acuerdos comerciales —particularmente China—, ha hecho una jugada que puede parecer arriesgada, pero que revela un cálculo estratégico más amplio: equilibrar una balanza comercial desigual y, al mismo tiempo, alinearse con el tablero donde Estados Unidos y China libran una guerra cada vez más abierta.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha justificado la medida bajo dos argumentos centrales: primero, la necesidad de equilibrar la balanza comercial con China, que hoy refleja una brecha difícil de ignorar; y segundo, el impulso del llamado Plan México, su proyecto estrella para transformar la economía y fomentar la producción nacional.
Visto desde esa óptica, el arancel no es un simple impuesto, sino un muro de contención frente a la dependencia excesiva de productos chinos y, al mismo tiempo, una palanca para reconfigurar las cadenas de valor en territorio mexicano.
El gesto tiene también una lectura geopolítica. Estados Unidos ha reactivado una estrategia de confrontación comercial contra China y la Unión Europea ha hecho lo propio. México, tercer socio comercial de Estados Unidos y pieza clave en la industria automotriz de Norteamérica, no podía permanecer neutral. Imponer aranceles de este calibre es enviar una señal de lealtad estratégica a Washington, asegurando que México no será el eslabón débil en la cadena norteamericana.
La analogía podría entenderse si imaginamos un puente colgante sobre un río. Durante décadas, México ha cruzado ese puente que fue construido con materiales chinos y que servían de soporte a la industria nacional. Ahora, la decisión de elevar aranceles implica retirar varios de esos tablones y reemplazarlos con productos propios o con piezas de otros socios.
No es una tarea sencilla. Estos cambios en un inicio podrían debilitar el puente, pero esto se hace con la finalidad de consolidar la estructura y hacerla menos dependiente de un solo proveedor.
Los críticos señalan que el golpe puede resultar contraproducente. La industria automotriz mexicana, uno de los grandes motores de la economía, ha construido buena parte de su competitividad sobre la base de insumos chinos.
No obstante, esta medida podemos verla desde otra perspectiva y no solo como una medida para eliminar de golpe la presencia china, sino que esta busca generar incentivos para que la inversión y la producción se instalen en territorio mexicano o en países con reglas más claras.
Esta jugada puede entenderse también como una apuesta al futuro del nearshoring, el fenómeno que ha llevado a empresas globales a trasladar operaciones de Asia a países más cercanos al mercado estadounidense. México, por su ubicación geográfica y su red de tratados, se ha convertido en uno de los destinos más atractivos.
Para capitalizar esa ventaja era necesario enviar una señal firme: que el país está dispuesto a reordenar su comercio exterior y a reducir su dependencia de un socio con el que no comparte compromisos de largo plazo.
No obstante lo anterior, en lo político, México también gana margen de maniobra. Al mostrar una postura clara frente a China, fortalece su posición en la relación con Estados Unidos, con quien compartimos más que fronteras. Recordemos que, en el contexto sociopolítico actual, el T-MEC exige disciplina y coordinación en temas comerciales, especialmente en la industria automotriz, que es clave tanto en México como en Estados Unidos.
El reto, sin embargo, será enorme. La transición hacia cadenas de suministro menos dependientes de China implicará costos de corto plazo, ajustes en la industria y tensiones con empresarios acostumbrados a la eficiencia y el bajo precio de los insumos chinos.
Pero en la economía, como en la vida, no siempre se trata de elegir el camino más fácil, sino el que garantiza mayor estabilidad y desarrollo a largo plazo. Si el Plan México logra que las fábricas, en lugar de importar piezas, empiecen a producirlas en territorio nacional, la apuesta habrá valido la pena.
Imaginemos por un momento la industria del automóvil como un gran árbol. Sus raíces se extienden en múltiples direcciones: hacia Estados Unidos, hacia Europa y, en las últimas dos décadas, con fuerza, hacia China. Lo que hoy propone el gobierno mexicano es podar algunas de esas raíces para que el árbol no dependa en exceso de un solo suelo.
Es verdad que hay incertidumbre. Nadie puede asegurar que los aranceles funcionarán como palanca de desarrollo interno y no como un freno a la producción. Nadie puede anticipar hasta qué punto las tensiones con China podrían derivar en represalias.
Pero lo que sí es claro es que seguir con una dependencia de 130 mil millones de dólares en importaciones de China, frente a apenas 15 mil millones en exportaciones de México, es caminar sobre una cuerda floja demasiado delgada.
México está intentando, con esta decisión, dejar de ser un simple espectador en la guerra comercial de Estados Unidos contra China, para convertirse en un jugador que elige con quién y cómo quiere relacionarse. El Plan México puede ser la brújula que oriente esta transición, y los aranceles, la herramienta que marque el rumbo.
No se trata de cerrarse al mundo, sino de abrirse de manera más inteligente, cuidando que el intercambio económico no se convierta en una relación de dependencia.
Al final, lo que está en juego no es solo la balanza comercial con China ni la competitividad de la industria automotriz, sino la posibilidad de que México aproveche este momento de reconfiguración global para fortalecerse como un país capaz de producir, innovar y sostener su crecimiento sin depender de los caprichos de una sola potencia. El puente que hoy tambalea puede convertirse, si se refuerza con visión, en la vía sólida hacia un futuro de mayor autonomía económica.