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La incógnita con Biden: ¿Un cambio de tendencia para América Latina?

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Por Francisco Herranz // 

MADRID (Sputnik) — No es que el triunfo de Joe Biden sea una panacea para Latinoamérica, que no lo es, pero decididamente la continuidad de Donald Trump cuatro años más representaba una alternativa mucho peor, sobre todo para países como México, Cuba o Venezuela.

El presidente número 45 no había viajado nunca a la región, a excepción de la obligatoria cumbre del G20 que se celebró en la capital de Argentina en 2018. No le interesaba mucho esa parte del planeta. Prácticamente nada. Su objetivo inicial, casi una obsesión, fue levantar un muro contra la inmigración en la frontera con México.

Trump llegó a descuidar, incluso a maltratar, las relaciones con Colombia, un histórico aliado, cuando acusó no hace mucho al presidente Iván Duque de permitir que llegase más cocaína a Estados Unidos. Ya no podrá mostrar esa actitud de abierto desprecio y desinterés.

Esa tendencia prepotente quedó patente cuando Washington impuso en junio de este año a su asesor económico Mauricio Claver-Carone como presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), rompiendo así una tradición de seis décadas, ya que el BID, que se dedica a financiar grandes proyectos de desarrollo económico, social e institucional en Latinoamérica, siempre había sido dirigido por un latinoamericano. Claver-Carone nació en Florida, de padre español y madre cubana, y es abiertamente anticastrista y antichavista.

Los primeros analistas ya hablan de que la llegada de Biden a la cima simboliza una nueva era marcada por el deshielo, la moderación y el talante negociador.

Cuidado con la euforia inicial. Es posible que, de verdad, asistamos en breve a un cierto cambio en la manera de hacer las cosas, pero no hay que olvidar tampoco que el presidente electo es un viejo miembro del ‘establishment’ y que defenderá unos intereses geoestratégicos y económicos muy determinados que chocarán, sin duda alguna, con los de otras naciones latinoamericanas alejadas de sus planteamientos ideológicos.

Es previsible, por ejemplo, que quiera aplicar el Tratado de Libre Comercio firmado entre EEUU y México y que negoció precisamente el equipo de Trump.

Mucho podrían y deberían cambiar las relaciones bilaterales con México, donde el presidente Andrés Manuel López Obrador tuvo que soportar de Trump numerosos desaires diplomáticos.

Biden, que va camino de cumplir los 78 años, puede continuar el proceso de apertura que inició Barack Obama tras su histórica visita a la isla caribeña en marzo de 2016. Todos los avances que se habían logrado entonces habían quedado archivados y congelados.

También es factible que el próximo inquilino de la Casa Blanca apueste por una solución negociada en Venezuela y se olvide de las bravatas y las amenazas militaristas de la Administración saliente.

O que ponga en marcha un millonario plan de desarrollo para mejorar las duras condiciones económicas que atraviesa el Triángulo Norte de Centroamérica, formado por Guatemala, Honduras y El Salvador, la zona de donde suelen proceder las caravanas de inmigrantes que sueñan con cruzar las aguas del Río Bravo y buscar un futuro.

Lo cierto es que Latinoamérica tiene sólidas razones para desconfiar de EEUU pues siempre se ha comportado en la región como una potencia imperialista, lanzando operaciones encubiertas de la CIA, apoyando golpes de Estado o incluso dirigiendo invasiones militares.

Los cuatro años de Trump no han hecho sino fortalecer estos profundos sentimientos antiestadounidenses. La Casa Blanca, gracias al entonces consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, revitalizó la famosa Doctrina Monroe, cuyo lema es «América, para los americanos», afirmando su presunto derecho a intervenir en Latinoamérica para así contrarrestar la creciente influencia de Rusia y China, algo que paradójicamente es lo que ha terminado ocurriendo.

El recorrido de Biden como número dos de Obama hace presagiar cierto optimismo moderado. Ha pasado décadas trabajando en la región –nada menos que dieciséis viajes en ocho años como vicepresidente–, conoce bastante bien Latinoamérica. Gracias al mandato de las urnas, ahora va a disponer de la magnífica oportunidad de reconstruir la nefasta imagen que su país tiene en el resto del continente.

Viajando a bordo del avión Air Force Two, Biden representó a su patria en ceremonias de toma de posesión de presidentes latinoamericanos como la del guatemalteco Jimmy Morales en 2016. Antes de volcarse en la carrera presidencial junto a Obama, lideró el Comité de Relaciones Exteriores del Senado en dos ocasiones, entre 2007 y 2009 y entre 2001 y 2003, siendo miembro del Comité desde 1997. Fue elegido para la Cámara Alta en 1972 por Delaware y pasó seis pruebas electorales con más o menos el 60% de los votos. Todos estos datos avalan su experiencia y legitimidad, al menos sobre el papel.

En su primera visita como vicepresidente allá por 2009 en Santiago, Biden declaró: «Se ha acabado el tiempo cuando EEUU dicta unilateralmente, el tiempo cuando sólo hablamos y no escuchamos». Veremos qué queda de esas palabras, de esas buenas intenciones ahora que llevará el timón de la nave. Los restos se presentan enormes.

La percepción de Latinoamérica hacia Estados Unidos es mayoritariamente negativa, similar a las que se produjo durante la era Bush en los años 2000, y ha ido cayendo en los últimos años a un ritmo pronunciado. Por ejemplo, en 2015, el 66% de los mexicanos tenía una visión positiva de sus vecinos del norte, pero dos años después sólo llegaba al 30%.

Trump consiguió polarizar más las posiciones encontradas entre los gobiernos de derechas de América Central, Brasil y Colombia, y los de izquierdas de Venezuela, Cuba o Nicaragua. En este complejo panorama regional, Biden deberá combatir las lógicas suspicacias. Tendrá que ir por la vía de la conciliación y el respeto, sin imponer ni coaccionar. Sólo así podrá reconstruir los puentes seriamente dañados.

Es razonable suponer que la Presidencia de Biden enfatizará en el diálogo multilateral para abordar temas capitales como el cambio climático, la lucha contra la pandemia y la recuperación económica; esa nueva tendencia será una novedad para los líderes latinoamericanos acostumbrados con Trump a ser ignorados, presionados o amenazados para capitular a las exigencias de Washington.

Resta por ver la eficacia, la voluntad, el margen de maniobra de este jefe de Estado todavía in pectore, que jurará su cargo el 20 de enero de 2021, es decir, en un plazo superior a los dos meses. El reto que le espera es formidable.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK

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El Capitán América y la batalla ideológica

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Opinión, por Miguel Ángel Anaya Martínez //

El cómic del Capitán América nació con un objetivo claro y acorde a un momento histórico muy concreto. El Nº1 de la serie apareció en los puestos de revistas estadounidenses en marzo de 1941, en su portada mostraba a un musculoso hombre enmascarado que portaba un traje lleno de barras y estrellas, mismo que propinaba un golpe en la mandíbula a Adolf Hitler. Este primer número vendió más de un millón de ejemplares.

Cuando se publicó el cómic, Estados Unidos aún no había entrado en la Segunda Guerra Mundial pero la situación era cada vez más tensa con las fuerzas del Eje y el gobierno ya estaba preparado para lo que podía suceder.

En diciembre de ese año, Pearl Harbor fue bombardeado por aviones japoneses y entonces EEUU se unió a los aliados. El Capitán América, que había conquistado el corazón de los jóvenes lectores, se sumó a la lucha difundiendo mensajes patrióticos o apareciendo en campañas propagandísticas.

El origen del Capitán América decía bastante de él: Steve Rogers era un joven que intentó alistarse en el ejército llevado por el compromiso que sentía hacia su país, pero que fue rechazado debido a su mala condición física. Sin embargo, su valentía y valores llamaron la atención de un grupo de científicos que lo eligieron para ser el primer “supersoldado” de la historia inyectándole un suero especial.

Si bien es cierto que lo que hace a Steve un héroe es el resultado de la inyección del suero (fuerza sobrehumana, súper reflejos, etc.), sus habilidades son una consecuencia de los valores que ya tenía. Es decir, que Steve era tan importante cómo el capitán. Los propagandistas gringos tenían claro lo que querían comunicar: cualquier estadounidense puede ser un héroe para su nación.

El panorama que enfrenta Estados Unidos en pleno 2024 es diametralmente distinto al que se tenía previo a la segunda guerra mundial. Los jóvenes ya no creen en lo que hace el gobierno, piensan que la guerra contra el Estado Islámico y Hamás es incorrecta y aquel sentimiento patriótico que llevó a Estados unidos a ser lo que es, se desvanece.

Los jóvenes estadounidenses, empujados por una serie de ideas que ven en redes sociales y por un pensamiento propio que critica a las instituciones, han salido a protestar en sus campus universitarios. Los manifestantes exigen a los centros educativos que rompan vínculos con cualquier proyecto que beneficie al Gobierno israelí o a las empresas que financian el conflicto entre Israel y Palestina.

La primera manifestación se dio en la Universidad de Columbia. Decenas de estudiantes instalaron una zona de tiendas de campaña en el campus y en días pasados, la policía intentó desalojar el campamento, cuando arrestó a más de 100 personas.

El fin de esta historia es de pronóstico reservado, pues parece increíble que hoy los jóvenes salgan a protestar contra un gobierno que de una u otra manera garantiza su expresión y su desarrollo personal para en cambio, defender ideas de aquellos que han buscado destruirlos. Algo de razón tendrán los jóvenes, pero, de seguir adelante con esto, ponen en riesgo a las instituciones que les brindan una serie de privilegios que pocos tienen en el mundo; pareciera que viven el síndrome de Estocolmo.

México, con diferencias de fondo, vive una situación similar. La admiración a la delincuencia organizada y a lo que representa, lleva a los jóvenes aspirar a ser como aquellos que generan inseguridad en el país, a compartir sus ideas, escuchar su música, replicar su vestimenta y a llevar a cabo acciones similares a las de que aquellos que tanto dañan a la sociedad.

Tal vez la guerra ideológica se perdió cuando faltaron líderes positivos a quien admirar, cuando se inició una guerra y el estado se mostró débil, cuando la pobreza y marginación llevaron a los jóvenes a buscar salir de esa situación a cualquier costo o cuando se propuso que a los delincuentes se le debían dar abrazos.

Estados Unidos y México comparten el problema de la falta de credibilidad de sus jóvenes hacia el gobierno. En ambos casos, parece que la batalla ideológica está perdida. ¿Qué hacer para recuperar la admiración y el respeto de los jóvenes por el país que los vio nacer?

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El radicalismo viene de la izquierda

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Opinión, por Fernando Núñez de la Garza Evia //

“La estabilidad lo es todo”, dice un antiguo proverbio chino. Pronto nos daremos cuenta de su sabiduría al quedar atrás la relativa estabilidad vivida en el país y el mundo durante los últimos treinta años. Además del regreso de las rivalidades geopolíticas, del desafío del calentamiento global y los riesgos de las nuevas tecnologías, tendremos que añadir el regreso del radicalismo político. En ciertos países proviniendo de la derecha, mientras que en otros de la izquierda.

Ha habido un debilitamiento de la democracia ante una creciente radicalización política. En Estados Unidos, una parte de la izquierda se ha vuelto más fundamentalista con la cultura del woke, aunque se ha mantenido en los márgenes partidistas. En la derecha, sin embargo, la radicalización se ha normalizado al llevar al extremo los principios del libre mercado, la negación del calentamiento global y la militarización de la política exterior.

Asimismo, en Europa ha sido la derecha política la que se ha tornado más extremista, llegando inclusive al poder en países tan relevantes como Italia. Pero, ¿por qué es la derecha la que ha llevado la delantera radical? Fundamentalmente, por la migración masiva y sus crecientes problemas culturales. Y un problema mayúsculo es que ese extremismo no solo es a nivel de las élites, sino también de las poblaciones.

La derecha en México no se ha radicalizado, al menos no aún. Porque no ha hecho suyas las políticas de mano dura contra la inseguridad, como la derecha salvadoreña. Porque no tiene una dura retórica anti-migrante, como la derecha europea. Y porque no niega el calentamiento global ni ha hecho suyo el dogma del libre mercado, como la derecha estadounidense. Además, la derecha mexicana es democrática, porque cree en los canales institucionales, la negociación partidista y las elecciones populares como mecanismos fundamentales para resolver los problemas políticos nacionales.

Sin embargo, su problema fundamental estriba en su falta de cuadros políticos, tanto así, que una persona sin militancia partidista será su candidata a la presidencia de la República, y lanzaron a una ex-Miss Universo para tratar de recuperar su otrora joya de la corona en el norte del país: Lupita Jones en Baja California.

La izquierda en México es la que se ha radicalizado. Tiene sentido: si en Occidente la derecha lo ha hecho a raíz de la migración masiva y sus choques culturales, en México ha sido la izquierda derivada de un contexto de pobreza y desigualdad, y de la desconfianza social que inevitablemente generan.

Las políticas del populismo de izquierda están ahí: militarización de la vida pública, exclusión del calentamiento global y los temas medioambientales, una profunda aversión a la ciencia y la tecnología, reparto de dinero sin condicionantes de por medio, adelgazamiento continuo de las capacidades del Estado, y un largo etcétera. Ni hablar de su manifiesto autoritarismo y sus políticas que podrían llevar al fin de la democracia-liberal en el país.

La izquierda y la derecha son dos lados de la misma moneda ideológica. Sin embargo, ha sido la izquierda política la que se ha radicalizado en México, tomada por el populismo lopezobradorista. La buena noticia es que la radicalización ha ocurrido más a nivel de las élites, sin haber permeado del todo entre la población. Por ahora.

  • Fernando Nuñez es analista político con estudios en derecho, administración pública y política pública, y ciencia política por la Universidad de Columbia en Nueva York

E-mail: fnge1@hotmail.com

En X: @FernandoNGE

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Abordando la desigualdad económica: El papel esencial del gobierno en las políticas de redistribución

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A título personal, por Armando Morquecho Camacho //

En la actualidad, la desigualdad económica es un tema candente que suscita debates y preocupaciones en todo el mundo. Esta disparidad en la distribución de la riqueza y los recursos económicos no solo es un fenómeno presente en economías en desarrollo, sino que también afecta a las naciones más industrializadas.

Mientras algunos defienden el valor de la meritocracia y la libre empresa, argumentando que el éxito económico debería ser el resultado del esfuerzo y el talento individual, otros señalan la creciente brecha entre ricos y pobres como una injusticia fundamental que requiere atención urgente.

La idea de que cada individuo debe tener la oportunidad de prosperar según su mérito es una piedra angular de muchas sociedades modernas, pero en la práctica, esta promesa de igualdad de oportunidades puede ser inalcanzable para muchos debido a barreras estructurales y desigualdades sistémicas.

En este contexto, surge una pregunta crucial: ¿Cuál es el papel del gobierno en la reducción de la desigualdad económica? Si bien algunos abogan por una intervención mínima del Estado en los asuntos económicos, argumentando que el mercado libre eventualmente corregirá cualquier desequilibrio, la realidad es que la desigualdad económica persiste y se profundiza en muchas sociedades.

Esto plantea la necesidad de una evaluación cuidadosa del papel que el gobierno puede y debe desempeñar en la promoción de la equidad económica y la justicia social. La cuestión no es solo una de moralidad, sino también de estabilidad social y cohesión comunitaria. Una sociedad profundamente dividida por la desigualdad económica corre el riesgo de enfrentar tensiones sociales y políticas que pueden socavar la estabilidad y el progreso a largo plazo

En este contexto, el papel del gobierno en la reducción de la desigualdad económica es crucial, ya que a través de ella, y con debida perspectiva social, se pueden implementar políticas de redistribución que promuevan una distribución más equitativa contribuyendo así a una sociedad más justa y próspera.

Lo anterior cobra relevancia ya que en un sistema económico basado en la libre empresa, a menudo se promueve la idea de que el gobierno debe tener una mínima intervención en la economía, dejando que el mercado se autorregule.

Sin embargo, esta perspectiva puede pasar por alto el importante papel que el gobierno puede desempeñar en la reducción de la desigualdad económica a través de políticas de redistribución las cuales no necesariamente implican una intervención directa en la economía, sino más bien un enfoque en la redistribución equitativa de la riqueza y los recursos para garantizar un mayor equilibrio social y económico.

Por otro lado, en esta tesitura, el gobierno puede adoptar medidas para fortalecer la seguridad social, proporcionando una red de seguridad para los ciudadanos más vulnerables lo que puede incluir programas de asistencia social, como seguro de desempleo, subsidios alimentarios y programas de vivienda asequible, que ayudan a proteger a los individuos y familias de caer en la pobreza extrema debido a circunstancias adversas.

Asimismo, es fundamental invertir en infraestructuras sociales, como educación pública de calidad y acceso equitativo a oportunidades de desarrollo profesional. Al proporcionar a todos los ciudadanos las herramientas y habilidades necesarias para tener éxito en la economía moderna, se puede reducir significativamente la desigualdad económica y promover una mayor movilidad social.

No podemos perder de vista que, si bien la libre empresa puede ser un motor importante para el crecimiento económico, el gobierno tiene un papel vital que desempeñar en la reducción de la desigualdad a través de políticas de redistribución equitativa de la riqueza y los recursos. Estas políticas no solo promueven la justicia social, sino que también pueden contribuir a un mayor crecimiento económico y estabilidad social a largo plazo.

A pesar de ello, la realidad es que un enfoque equilibrado es necesario. Mientras que el exceso de intervención del gobierno puede tener efectos negativos en la innovación y la eficiencia económica, la falta de intervención puede exacerbar la desigualdad y crear tensiones sociales insostenibles. Por lo tanto, es importante que el gobierno encuentre el equilibrio adecuado, implementando políticas de redistribución que sean efectivas y eficientes sin socavar el espíritu emprendedor y la vitalidad económica.

Es evidente que la desigualdad económica es un desafío significativo que enfrentan muchas sociedades modernas, tanto que este desafío constantemente nos genera la necesidad de plantear preguntas difíciles, pero cuyas respuestas son necesarias.

Si bien la libre empresa puede ser un motor importante para el crecimiento económico, no puede garantizar por sí sola una distribución justa y equitativa de la riqueza y los recursos. En este sentido, el gobierno puede desempeñar un papel crucial en la reducción de la desigualdad a través de políticas de redistribución que promuevan un mayor equilibrio social y económico.

Al considerar estas políticas de redistribución, es importante tener en algunas de las ideas planteadas por Michael Sandel en su libro «La tiranía del mérito».

Sandel argumenta que la meritocracia, la idea de que el éxito se debe exclusivamente al mérito individual, ha contribuido a la creciente desigualdad económica al glorificar el éxito personal mientras denigra a aquellos que no tienen éxito. Esta narrativa del mérito puede llevar a la creencia de que aquellos que están en la parte inferior de la escala económica merecen su situación, lo que socava la solidaridad social y perpetúa la desigualdad.

Por lo tanto, las políticas de redistribución deben ir más allá de simplemente corregir las desigualdades económicas y también abordar las injusticias subyacentes en el sistema. Esto puede implicar cambiar la forma en que valoramos el éxito y reconocer que el mérito individual no es el único determinante del éxito económico. En su lugar, debemos adoptar un enfoque más colectivista que reconozca la contribución de todos los miembros de la sociedad y garantice que todos tengan acceso a oportunidades y recursos básicos para prosperar.

La lucha contra la desigualdad económica requiere un enfoque integral que combine políticas de redistribución efectivas con un cambio en nuestra concepción del mérito y el éxito. Al hacerlo, podemos trabajar hacia una sociedad más justa y equitativa, donde todos tengan la oportunidad de alcanzar su máximo potencial independientemente de su origen socioeconómico.

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