MUNDO
Los nuevos paradigmas: Impacto social y emprendimiento sostenible

A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
En el tejido de la realidad global, las interconexiones entre individuos, comunidades y naciones son cada vez más evidentes y complejas. Desde la economía hasta el medio ambiente, pasando por la cultura y la tecnología, nuestras vidas están intrínsecamente entrelazadas en una red de influencias mutuas.
En este intricado entramado, es esencial despojarnos de los estrechos confines del pensamiento individualista y abrazar una visión más amplia y colectiva del mundo que habitamos debido a que nos encontramos en un punto de inflexión donde el reconocimiento de nuestra interdependencia se vuelve crucial.
Cada acción, cada decisión que tomamos como individuos o como sociedad, tiene repercusiones que trascienden nuestras fronteras personales y afectan a otros, ya sea de manera directa o indirecta y este entendimiento nos lleva a comprender que el bienestar de uno está intrínsecamente ligado al bienestar del otro, y que la búsqueda del éxito personal debe ir de la mano con la búsqueda de un bien común más amplio.
Aplicado lo anterior al ámbito empresarial, recordemos que anteriormente el éxito en este rubro solía medirse únicamente en términos de ganancias financieras. Sin embargo, en la era actual, las empresas están adoptando un enfoque más holístico que considera no solo sus resultados económicos, sino también su impacto en la sociedad y el medio ambiente. Este cambio de paradigma ha dado lugar a una nueva generación de emprendimientos que buscan no solo obtener beneficios, sino también generar un impacto positivo en el mundo que los rodea ya que más allá de buscar meramente el lucro financiero, estas empresas están tejiendo un tejido más profundo de compromiso con el bienestar humano y el equilibrio ecológico.
Un ejemplo elocuente es el surgimiento de empresas que han hecho de la sostenibilidad su piedra angular. Desde la utilización de materiales reciclados en sus procesos de producción hasta la adopción de tecnologías limpias y renovables, estas empresas están demostrando que es posible prosperar económicamente sin comprometer los recursos naturales del futuro. Su enfoque no solo radica en minimizar su impacto negativo en el medio ambiente, sino en ir más allá y contribuir activamente a su regeneración y preservación.
Por ejemplo, empresas como Patagonia han demostrado que es posible ser rentable mientras se protege el medio ambiente. Esta marca de ropa outdoor no solo produce productos de alta calidad, sino que también ha adoptado una serie de medidas para reducir su huella ambiental, como el uso de materiales reciclados y la implementación de prácticas de fabricación sostenibles.
Otro ejemplo inspirador es el de la empresa mexicana ECOCE, que se dedica a la recolección y reciclaje de envases de PET. Además de contribuir a la limpieza del medio ambiente, ECOCE también ha creado programas de concientización para promover el reciclaje entre la población, demostrando que el emprendimiento sostenible puede tener un impacto positivo tanto a nivel ambiental como social.
No obstante, muchos inversores aún no están completamente convencidos de los beneficios a largo plazo del emprendimiento sostenible, lo que dificulta el acceso al capital para estas empresas y en este rubro, el acceso al capital es un aspecto crucial para el éxito y la sostenibilidad de las iniciativas empresariales centradas en la responsabilidad social y ambiental.
Por otro lado, la falta de métricas estandarizadas y de un marco claro para medir y reportar el impacto social y ambiental también puede dificultar la evaluación de la viabilidad y el rendimiento financiero de estas empresas. Los inversores suelen basar sus decisiones en datos y cifras tangibles, y la falta de información transparente y verificable sobre el impacto no financiero puede limitar su disposición a comprometer capital.
Otro desafío importante es la disponibilidad de fondos específicos para empresas sostenibles. Aunque cada vez más fondos de inversión están incorporando criterios ambientales, sociales y de gobernanza (ASG) en sus decisiones de inversión, la cantidad de capital disponible para empresas sostenibles aún puede ser limitada en comparación con el total de inversiones disponibles en el mercado. Esto puede dificultar que las empresas sostenibles accedan a los recursos financieros necesarios para crecer y expandirse.
En ese orden de ideas, retomando un poco lo tratado la semanada pasada, es en este punto donde una reforma en materia fiscal podría desempeñar un papel crucial al otorgar incentivos fiscales a las empresas que adoptan prácticas sostenibles y generan un impacto positivo en la sociedad y el medio ambiente, los gobiernos podrían estimular el crecimiento de este tipo de emprendimientos y fomentar una economía más sustentable.
En ese contexto, la importancia de los incentivos fiscales en el contexto del emprendimiento sostenible y el impacto social es innegable. Estos incentivos pueden desempeñar un papel fundamental en la promoción y el apoyo a empresas que buscan integrar consideraciones ambientales y sociales en su modelo de negocio. Al ofrecer beneficios fiscales a las empresas que adoptan prácticas sostenibles, los gobiernos pueden estimular la inversión en proyectos que generen beneficios tanto económicos como sociales y ambientales a largo plazo.
En primer lugar, los incentivos fiscales pueden ayudar a reducir los costos de operación para las empresas sostenibles, lo que las hace más competitivas en el mercado. Esto puede incluir exenciones o reducciones en impuestos sobre la renta, impuestos a la propiedad o impuestos sobre las ventas para aquellas empresas que demuestren un compromiso con la sostenibilidad y el impacto social
Aunado a ello, los incentivos fiscales pueden fomentar la inversión privada en proyectos sostenibles al hacer que sea más atractivo para los inversores dedicar capital a empresas que están trabajando para abordar desafíos sociales y ambientales. Al ofrecer créditos fiscales, deducciones o incluso exenciones de impuestos sobre las ganancias de capital para inversiones en empresas sostenibles, los gobiernos pueden alentar a los inversores a financiar proyectos que generen un impacto positivo en la sociedad y el medio ambiente, al tiempo que obtienen un retorno financiero razonable.
En esa tesitura, los incentivos fiscales pueden ayudar a nivelar el campo de juego para las empresas sostenibles, que a menudo enfrentan desafíos adicionales en términos de acceso al capital y costos operativos más altos en comparación con sus contrapartes convencionales.
En conclusión, los incentivos fiscales desempeñan un papel crucial en la promoción del emprendimiento sostenible y el impacto social al reducir los costos de operación, fomentar la inversión privada y nivelar el campo de juego para las empresas que buscan integrar consideraciones ambientales y sociales en su modelo de negocio. Sin embargo, para que estos incentivos sean efectivos, es necesario implementar una reforma fiscal integral que reconozca y valore adecuadamente las contribuciones de estas empresas y elimine las barreras fiscales y administrativas que puedan obstaculizar su crecimiento y desarrollo.
CARTÓN POLÍTICO
Edición 806: Segundo piso en López Mateos: ¿Solución rápida o error costoso?
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LAS CINCO PRINCIPALES:
Segundo piso en López Mateos: ¿Solución rápida o error costoso?
Colomos III: La batalla por el patrimonio ecológico de Jalisco
Convención Estatal de MC: Asume Mirza Flores dirigencia estatal del partido naranja
Primer informe de labores legislativas de Claudia Salas: «La gente quiere resultados, no pleitos»
MUNDO
El dilema mexicano: Entre Caracas, Pekín y Washington

– Opinión, por Miguel Anaya
México tiene la mala costumbre de creer que los conflictos internacionales son películas que se ven desde la butaca, con palomitas en mano y distancia segura. Pero lo que hoy ocurre en el Caribe, con barcos estadounidenses hundiendo lanchas venezolanas y un Nicolás Maduro agitando la bandera de resistencia, no es un espectáculo ajeno: es una tormenta que, tarde o temprano, alcanzará nuestras costas.
La posible intervención de Estados Unidos en Venezuela —sea directa o disfrazada de “operativo contra el narcotráfico”— nos recuerda varias cosas incómodas. La primera: que Washington sigue viendo a América como su jardín trasero, y que cuando la Casa Blanca mueve barcos y marines hacia el sur, México queda automáticamente dentro del perímetro de seguridad. No se nos pregunta si queremos, se nos asume dentro del esquema.
La segunda: que cada bomba que caiga en el Caribe traerá repercusiones en nuestras fronteras. No se necesita ser un experto en migración para imaginar lo que significaría una oleada de venezolanos huyendo de un conflicto bélico. Ya con los flujos actuales, el Estado mexicano colapsa en recursos y paciencia social; con una guerra en Sudamérica, el caos migratorio se multiplicaría. Y, como siempre, la presión no llegaría solo de los migrantes, sino de Estados Unidos exigiendo que México sea muro, policía y albergue al mismo tiempo.
El aspecto económico tampoco es menor. Si Venezuela, el país con las mayores reservas probadas de petróleo en el mundo, se incendia, el mercado energético se agita. Podría ser una oportunidad para que México venda más crudo, pero también un riesgo de volatilidad y chantaje. Estados Unidos exigiría “solidaridad energética” a cambio de no apretarnos más en otros frentes. Y mientras tanto, China, Rusia y Corea del Norte —muy juntos, muy sonrientes en el reciente desfile de Pekín— lanzarían el mensaje de que existe un bloque alternativo para quienes no se sometan al viejo orden. Un coqueteo tentador, pero peligroso, porque México no puede darse el lujo de enemistarse con su principal socio comercial y cultural.
¿Y qué papel debe jugar la presidenta Sheinbaum? Aquí es donde la película se vuelve mexicana. Sheinbaum no puede limitarse al guion tradicional de “neutralidad” y “no intervención”, fórmulas diplomáticas que sirven en conferencias de prensa, pero no en medio de una crisis migratoria, militar y energética.
México debe anticiparse: diseñar políticas de contención migratoria con dignidad y sin colapso; blindar su economía para resistir turbulencias externas; y, sobre todo, plantear una estrategia clara frente a Washington. Porque la historia nos dice que, cuando el imperio se pone nervioso, México no es invitado a opinar: es arrastrado.
El dilema es cruel, pero inevitable: si nos alineamos ciegamente con Estados Unidos, perdemos margen de soberanía; si coqueteamos demasiado con Pekín y Moscú, arriesgamos represalias inmediatas. Lo que no podemos hacer es fingir que nada pasa. Porque cuando los cañones apuntan hacia el sur y las banderas ondean en Pekín, lo que está en juego no es la geopolítica abstracta, sino nuestra seguridad, nuestras fronteras y nuestra estabilidad interna. Una situación geopolítica muy complicada que deberá resolverse.
En suma, México no tiene opción de hacerse el distraído: lo que se juega en el Caribe no es un pleito lejano entre Maduro y Trump, sino un recordatorio brutal de que la geopolítica siempre cobra factura. El estado mexicano deberá decidir si quiere ser jugador con estrategia o simple ficha movida por inercia.
Y aunque la tentación nacional sea encogerse de hombros y decir “eso es problema de ellos”, lo cierto es que cuando los cañones rugen en el sur, los migrantes caminan hacia el norte y entre tanto, el centro tiembla. Lo irónico es que México siempre quiso ser neutral; lo triste es que, en este tablero, la neutralidad es el nombre elegante de la indefensión.
MUNDO
Tejiendo lo colectivo: La política más allá del individuo

– A título personal, por Armando Morquecho Camacho
En la mitología griega, existe un relato fascinante sobre las Moiras, esas tres hermanas encargadas de hilar, medir y cortar el destino de los hombres; de hecho, probablemente muchos más las recuerden por la famosa película de Disney: Hércules, donde son representadas por esas figuras enigmáticas y divertidas de un solo ojo que en algún punto de la película amenazan la vida de la amada de Hércules.
En esta historia, Cloto hilaba la hebra de la vida, Láquesis la medía y Átropos la cortaba cuando llegaba el final. Lo interesante de esta narración no es únicamente su carácter fatalista, sino la metáfora que encierra: ninguna hebra aislada tenía sentido por sí misma. El tejido de la vida es posible porque cada hilo se entrelaza con otros, formando un entramado que da consistencia a la existencia.
Por eso la política debería funcionar de la misma manera. No se trata de un solo individuo que define la ruta de una sociedad, sino de la capacidad de entrelazar múltiples hilos —experiencias, voces, demandas, historias— hasta construir un tejido común y, por ende, un movimiento plural articulado a través de causas que unan. Por eso, cuando olvidamos que la política es ante todo una tarea colectiva, corremos el riesgo de reducirla a un espectáculo personalista en el que se sobrevalora la figura del líder y se subestima la fuerza de la comunidad.
Nuestra cultura política ha sido moldeada por el mito del héroe. Desde tiempos antiguos, se nos ha enseñado a imaginar a los grandes líderes como Aquiles o Ulises: figuras que, gracias a su valor o astucia, logran conquistar batallas imposibles. El héroe se presenta como la encarnación de la voluntad y del destino de todo un pueblo. Sin embargo, esa visión, aunque seductora, es profundamente peligrosa cuando se traslada al ámbito de lo público.
Cuando la política se concentra en un solo rostro, en un nombre que se convierte en marca, se desdibuja la noción de comunidad y, por ende, el poder deja de responder a las necesidades colectivas, si no a la lógica de la autopreservación del líder, construyendo así una narrativa en la que la ciudadanía deja de ser protagonista y pasa a ser espectadora. Y sin ciudadanía activa, la democracia se vuelve frágil.
La democracia, en su sentido más profundo, no consiste en depositar un voto cada cierto tiempo, de hecho, la propia Constitución de nuestro país define a la democracia como un estilo de vida y una tarea constante a través de la cual se debe priorizar la construcción del destino común y el progreso constante.
En ese contexto, la democracia significa reconocernos como parte de una trama compartida, como hilos que sostienen un mismo tejido. Las grandes transformaciones políticas no han surgido de la genialidad de un individuo aislado, sino del esfuerzo conjunto de comunidades que se organizaron para reclamar justicia, igualdad o libertad.
El movimiento obrero del siglo XIX, las luchas feministas que han cambiado estructuras jurídicas y culturales, o los procesos de descolonización del siglo XX no habrían sido posibles sin una visión de lo colectivo. Ninguna de esas causas prosperó porque alguien decidiera “iluminar” a los demás, sino porque miles de voces se entrelazaron hasta hacerse escuchar como un clamor ineludible.
En contraposición, cuando los proyectos políticos se sostienen únicamente en figuras individuales, se vuelven endebles. La historia está llena de ejemplos de líderes que, al caer en desgracia, arrastraron consigo a toda una estructura de gobierno, esto debido a que un tejido construido en torno a un solo hilo inevitablemente se rompe.
Hoy vemos cómo muchas democracias sufren precisamente de este mal. La política se reduce a una competencia de carisma, o de opiniones mediáticas y controversiales que buscan dividir desde la confrontación; basta con ver a Ricardo Salinas Pliego. Lo colectivo queda relegado. Y lo más alarmante: la ciudadanía se acostumbra a delegar su responsabilidad, convencida de que “otro” debe resolverlo todo.
Por eso, la tarea urgente es volver a tejer comunidad, y eso a su vez implica repensar los espacios políticos no como arenas de competencia individual, sino como laboratorios de cooperación. Significa promover el diálogo, la escucha y la corresponsabilidad. En un mundo donde las redes sociales amplifican el protagonismo del individuo, necesitamos contrarrestar esa tendencia con proyectos que valoren lo común por encima del ego personal.
Construir política desde lo colectivo no significa anular la individualidad, sino integrarla en un horizonte compartido. Como en el telar de las Moiras, cada hebra conserva su singularidad, pero cobra sentido únicamente al entrelazarse con las demás.
El gran reto de nuestro tiempo es que vivimos en sociedades fragmentadas, donde la desconfianza se ha instalado como norma. Desconfianza hacia las instituciones, hacia los partidos, hacia los otros ciudadanos. Y sin confianza no hay tejido posible. La política colectiva requiere precisamente lo contrario: la certeza de que lo común vale la pena, de que cooperar produce más frutos que competir sin tregua.
Eso demanda nuevas formas de organización social y política. Demandará partidos que funcionen menos como maquinarias electorales y más como espacios de deliberación ciudadana. Demandará gobiernos que consulten y construyan con la gente, no solo para la gente. Y demandará ciudadanos que asuman su papel no como espectadores, sino como coautores del destino común.
Quizá ha llegado el momento de desplazar al héroe individual y recuperar la épica de lo colectivo. No necesitamos más relatos donde un líder salva a todos; necesitamos narrativas donde todos nos salvamos a nosotros mismos al reconocernos como parte de la misma trama.
Así como en la Grecia antigua el mito de las Moiras recordaba que ningún destino estaba aislado del conjunto, hoy debemos recordar que ningún proyecto político puede sostenerse en soledad. La política que realmente transforma es aquella que se teje desde abajo, desde los barrios, desde los colectivos, desde las voces diversas que encuentran en la pluralidad su mayor riqueza.
La política futura debe ser colectiva para fortalecer la democracia y enfrentar desafíos. Apostar por el individualismo arriesga liderazgos frágiles y sociedades divididas, debilitando el tejido común.
Si, en cambio, entendemos que nuestro destino depende de la fortaleza del tejido, podremos enfrentar con mayor solidez los desafíos de nuestro tiempo: la desigualdad, la crisis climática, la violencia, la polarización.
El hilo aislado se rompe con facilidad; el tejido entrelazado resiste el paso del tiempo. Esa es la lección que la mitología griega, con su sabiduría ancestral, nos recuerda. Y esa es la lección que deberíamos aplicar a la política: dejar de pensar en términos de “yo” para construir un sólido “nosotros”.