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NACIONALES

Será consorcio

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Opinión, por Luis Manuel Robles Naya //

El presidencialismo imperante desde el primer tercio del siglo XX nos ha impuesto una visión estereotipada del ejercicio del poder presidencial, especialmente tratándose de la transmisión de poderes sexenal. Se espera que el presidente entrante marque su distancia respecto a su predecesor y aplique el principio de que el poder no se comparte.

Puede ser que esta vez suceda algo diferente. Por primera vez desde la alternancia, la sucesión se da a favor de un proyecto cuyo autor tiene un concepto patrimonial y difícilmente se alejará de la paternidad y conducción del mismo.

Ha sido explícito en sus señales, un abrazo y un beso a la presidenta electa, más la invitación a hacer un recorrido juntos por algunos estados lleva un doble propósito; mostrar que quien la hizo presidenta fue él y que es a él a quien quieren. La electa no dio muestras de incomodidad, ni con el afectuoso y desproporcionado apapacho, ni con la gira, tan solo un tímido reflejo al no aceptar volar juntos, creo más por seguridad que por deseo de no hacerlo. Sería inimaginable el caos, si en un accidente perecieran ambos presidentes.

Otra señal es el empecinamiento porque la reforma al poder judicial salga en el mes de septiembre. No hay ningún motivo para la prisa, salvo la culminación de la venganza presidencial contra el poder judicial que obstaculizó, con la ley en la mano, sus decisiones autoritarias para que las obras emblemáticas se hicieran sin respeto a normatividad alguna. La electa no solo asiente sobre el propósito sino que lo hace suyo, ya sea por concesión o por convicción, como quiere que se crea.

Ante esto no queda duda de que quien manda es el actual presidente, sin embargo la duda persiste para después de octubre. Hay quienes afirman que una vez en el poder, la electa impondrá su sello y gobernará diferente, pero personalmente difiero.

Quienes esperan que, el ejercicio patrimonialista del poder la llevará a romper radicalmente con su antecesor, pueden estar cometiendo el error de dar lo supuesto por averiguado al pensar que en la transición habrá el rompimiento que fuera común en administraciones anteriores.

Nada hay que lo suponga más que los antecedentes y el criterio generalizado de marcar la autoridad e independencia del entrante, pero no hay una lógica que lo recomiende o lo indique. Cuál sería la lógica que aconsejara a la presidenta entrante el marcar diferencia y romper con la administración saliente, si son sus políticas y acciones las que le dan el soporte social, particularmente cuando se sabe que la votación que le ganó la presidencia responde a eso y no a su carisma o propuesta particular, que no la hubo.

Carente de base social propia, tendría que legitimarse por la apropiación de programas que ya tienen un sello personalizado, o como lo hiciera AMLO, transformarlos, maquillarlos para que se vuelvan suyos y eso lleva tiempo. Lo que se vislumbra en el horizonte cercano, es que no habrá el rompimiento que los opositores quisieran en el traspaso presidencial. No un maximato como tal, y sí, la operación de un consorcio entre el propietario de la base social y quien detenta el mando; un connubio conveniente para el proyecto que nadie ni nada los obliga a cambiar.

No es previsible una actitud hostil del presidente saliente si la sucesora no se aparta del proyecto, de lo contrario siempre tendrá la amenaza de soltar el tigre. Por ello y por la evidente, hasta ahora, identificación de ambos con el proyecto común, resulta difícil pensar en un rompimiento al iniciar el periodo de Claudia Sheinbaum Pardo (CSP).

Para los observadores aún no queda claro cuál pueda ser ese proyecto al que se dice fiel CSP. La apuesta presumible del proyecto jamás expuesto, parece radicar en la ampliación de la base social, e incrementar la rectoría del estado para mantener al poder económico alejado del poder político. Hay coincidencia en el discurso y podrá variar el cómo hacerlo pero no la esencia.

Hasta ahora el método ha sido malo, como lo muestran los malos resultados de la administración. Si el consorcio insiste en dinamitar la estructura de impartición de justicia, en debilitar el equilibrio entre poderes y eliminar las entidades autónomas pueden venir condiciones que obliguen a rectificar

En la política mexicana nada es absoluto y esto podría cambiar después del segundo año, pero no se ve en el futuro inmediato una razón para ello, además del viejo concepto patrimonialista del poder. Más que un rompimiento es previsible un amigable consorcio, concertar ese connubio asomado en el apretado abrazo y beso presidencial, que fue más muestra de dominio que de afecto. El poder de la silla presidencial puede no ser suficiente para desarticular la estructura de poder más sólida que se haya construido desde el corporativismo priista. Ese se disciplinaba, éste lo dudo.

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MUNDO

Discurso de individualismo extremo: La derecha que no salva, un riesgo disfrazado de esperanza

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A título personal, por Armando Morquecho Camacho //

A la derecha le gusta imaginarse como el lugar del orden, de la razón y del mérito. Su narrativa gira en torno a ideas como “eficiencia”, “disciplina”, “libertad individual” y “trabajo duro”. Durante décadas, fue una forma efectiva de contrastarse con los excesos o fracasos de ciertas izquierdas: burocracias gigantes, discursos revanchistas, populismos disfuncionales.

Pero esa imagen está dejando de sostenerse. La nueva derecha —la que hoy marca tendencia en redes, encabeza algunos gobiernos y monopoliza micrófonos— ya no representa ninguna de esas virtudes. Lo que ofrece no es ni orden ni racionalidad: es puro espectáculo.

Ahí están Donald Trump, Javier Milei y Santiago Abascal como muestra. Tres líderes que han hecho del grito una política, del insulto un argumento y del caos una bandera. Ninguno de ellos ha demostrado ser particularmente eficiente, pero todos han sabido capitalizar una narrativa emocional basada en el resentimiento. Dicen luchar contra “el sistema”, pero lo hacen desde la cima.

Se presentan como outsiders, aunque lleven años en la política. Proclaman amor por el mercado, pero están más cómodos en la cultura del meme que en los fríos informes financieros.

Ya no les interesa defender un modelo económico coherente, ni sostener el legado intelectual de la derecha liberal o conservadora clásica. Su apuesta es otra: dominar el flujo de la conversación pública. Ser tendencia. Explotar la ansiedad de las masas que se sienten traicionadas por las élites ilustradas, por los expertos, por las instituciones. No importa si lo que dicen es contradictorio, vacío o incendiario: lo importante es provocar, atraer, dividir.

Este fenómeno tiene su correlato empresarial. En América Latina, por ejemplo, el caso de Ricardo Salinas Pliego es ilustrativo. El magnate no solo es dueño de empresas y medios: se ha posicionado como una figura política, aunque sin partido ni candidatura. Lo hace desde sus redes sociales, donde predica una mezcla de darwinismo social, desdén por los pobres, burla al Estado y culto a su propio éxito. Su mensaje no es técnico ni ideológico: es emocional. Una especie de “si yo pude, tú también, y si no puedes, es tu culpa”.

Se presenta como víctima del gobierno, del sistema judicial, del fisco, de la prensa. Lo paradójico es que lo hace desde una posición de privilegio absoluto. Pero funciona. Porque hoy ser rico no te quita autoridad moral: te la da.

Lo que representa Salinas Pliego es la figura del empresario redentor. Ya no se trata sólo de emprender o generar empleos. Se trata de suplantar al político. De sugerir, directa o indirectamente, que sólo quienes han tenido éxito en los negocios deberían tener poder de decisión. Como si administrar una cadena de tiendas fuera lo mismo que diseñar políticas públicas complejas, garantizar derechos o defender libertades.

La nueva derecha abraza con entusiasmo esta figura. En lugar de cuadros técnicos, promueve personajes estridentes. En lugar de programas serios, vende frases virales. En lugar de instituciones sólidas, propone personalismos autoritarios. El resultado es un nuevo tipo de populismo: no uno basado en el pueblo contra las élites, sino en el individuo omnipotente contra todo lo que le incomoda: el Estado, los impuestos, los medios, la ciencia, el disenso.

Esto es peligroso por muchas razones. Primero, porque convierte la política en un campo de guerra cultural permanente, donde todo se juega en el terreno de la identidad y el agravio, no de las soluciones. Segundo, porque desmantela los equilibrios democráticos bajo la excusa de “quitar trabas” al genio del líder. Y tercero, porque socava la idea misma de lo público: el Estado ya no es visto como una herramienta de justicia o bienestar, sino como un obstáculo para los exitosos.

La derecha que alguna vez promovió instituciones, reglas, competencia ordenada y responsabilidad fiscal, ha cedido el paso a una versión desfigurada de sí misma: histriónica, rabiosa, individualista hasta el delirio. Y con ello ha perdido una oportunidad valiosa de ofrecer respuestas a las crisis reales del presente: desigualdad, cambio climático, desinformación, polarización social.

Lo más inquietante es que esa derecha ni siquiera cree en la derecha. No cree en la tradición, ni en los contrapesos, ni en la democracia representativa. No cree en el pensamiento liberal clásico ni en los valores conservadores. Lo que quiere es mandar, imponer, sobresalir. Su único principio es el triunfo inmediato. Su única ideología es el narcisismo.

No se trata de negar que muchas izquierdas también han fallado, ni de defender modelos ineficientes o autoritarios. Reconocer esos errores es fundamental para avanzar y evitar repetirlos. Sin embargo, es necesario advertir que esta derecha contemporánea no es en absoluto el remedio frente a esos fallos.

Más bien, puede ser vista como una versión invertida, que comparte con ellos la misma concentración de poder en figuras carismáticas, la misma tendencia a polarizar y simplificar debates complejos, y la misma dificultad para aceptar matices o posiciones críticas.

La derecha actual, con su discurso enfocado en el individualismo extremo, el rechazo a la diversidad de ideas y la tendencia a imponer su visión como la única válida, representa un riesgo igual de serio para la democracia y la convivencia social. Así, lejos de ser una alternativa equilibrada o una corrección necesaria, esta derecha puede resultar igual de problemática y dañina en el largo plazo.

Lo sensato —y quizás lo verdaderamente subversivo hoy— es pedir madurez política. Pedir ideas complejas. Pedir responsabilidad institucional. Pedir liderazgos que no se alimenten del conflicto constante. En tiempos de histeria, el pensamiento es revolucionario.

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MUNDO

El dominio del dólar

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Opinión, por Luis Manuel Robles Naya //

Gracias a Donald Trump y su política económica, la incertidumbre permea en las economías occidentales y genera desconfianza en la potencia de la economía estadounidense para hacer que el dólar siga siendo la moneda internacional de referencia. La inquietud existe, es real, principalmente por la fragilidad actual de las finanzas estadounidenses.

Las finanzas públicas de los Estados Unidos lucen mal, con un déficit de 7.26% en 2024 y una deuda pública de 34.5 billones de dólares, equivalente al 120.7% del PIB. Lo anterior y la falta de acciones fiscales que reduzcan el déficit han llevado a las calificadoras internacionales, Moodys la última, a rebajar la calificación de la deuda estadounidense que por primera vez cae de la calificación AAA y la mayoría la mantiene en ese nivel con perspectiva negativa, recomendando cautela.

No será la primera vez que los EUA caigan en situación económica comprometida, pero sí es la primera vez que el encargado de resolverlo no tiene las mejores calificaciones y sus políticas parecen tener las prioridades invertidas.

Algunos teóricos argumentan, con razón, que la estabilidad de una economía abierta depende de la existencia de una potencia capaz de garantizar mercados abiertos para el comercio, una economía sólida de respaldo para economías en crisis y una moneda estable, y esas condiciones parece estarlas perdiendo el país emisor del dólar. Por el momento no inspira confianza ni a sus aliados y su economía no es tan sólida.

Sin embargo, a pesar de esas condiciones adversas, no existe por el momento otra moneda capaz de sustituir al dólar como moneda de referencia. La fortaleza creciente de China no le da al Yuan esa posibilidad, porque en ese país sus mercados de capitales carecen de liquidez propia y el control estatal es rígido, sin que dejemos de notar el hecho de que en la competencia por mercados y en inversión ha incrementado su presencia en países emergentes, como duro rival comercial.

Por otra parte, el euro, producto del consenso de la Unión Europea, tampoco ofrece garantías sólidas como moneda de respaldo, pues el conjunto de Estados que conforman la Eurozona no siempre camina en la misma dirección.

Las alternativas no son atractivas por ahora y es mucho más aventurado pensar que las criptomonedas pudieran ser alternativa. Es un hecho que, en el momento, la debilidad del dólar ha propiciado que las operaciones financieras busquen monedas más fuertes como protección temporal en tanto cesa la incertidumbre arancelaria y se estabiliza el dólar. Pero esto es coyuntural en espera de mayor estabilidad de mercados.

Quedan tres años de zozobra e incertidumbre en los que la esperanza es que las fuerzas reales de la economía obliguen al impredecible presidente estadounidense a reconsiderar sus decisiones. La responsabilidad global que contrajo al liderar al país más poderoso del mundo lo deben obligar a considerar otras premisas, distintas a lo que parece ser su guía, que es su manual de negociación comercial.

Se advierte su preocupación por mejorar el ingreso y compensar el déficit, sin embargo, la política arancelaria que busca ser recaudatoria ha tenido graves efectos en la estabilidad de su moneda. La otra prioridad es el nivel de la deuda, y ese no podrá ser reducido sin afectar al gasto gubernamental. Adicionalmente, en ese contexto, surge la iniciativa de ley fiscal actualmente discutiéndose en el Congreso, la cual reduce el gasto social, pero también reduce impuestos, lo cual no suena muy congruente si lo que se busca es reducir el déficit. Sus efectos han sido ampliamente criticados por economistas de renombre.

No es halagüeño el panorama económico de los EUA y eso ha venido a sacudir la economía mundial, pero eso no será por el momento la causa de que el dólar deje de ser la moneda de referencia.

En México, algunos celebran que la paridad peso-dólar mejore, pero es un espejismo que no debiera engañarnos. El dólar está débil; no es que el peso esté fuerte y nuestro déficit, al igual que lo elevado de la deuda, tienen en riesgo la calificación crediticia del país.

Añadiendo la reforma judicial y la falta de normatividad para las nuevas instituciones que sustituirán a los desaparecidos reguladores, no hay buenas señales. Nuestra economía es un espejo de la estadounidense y dada la incertidumbre que nos acompañará en los próximos tres años, es más recomendable generar alternativas más potentes, realistas y creativas que el Plan México, que nos permitan no caer víctimas de la turbulencia vecina.

Por lo demás, el mundo seguirá negociando, teniendo, por ahora, al dólar como moneda de referencia, pues aun en la situación de vulnerabilidad de la economía estadounidense no hay moneda que lo remplace y la comunidad internacional puede, como lo ha hecho hasta hoy, navegar en la incertidumbre, pagando el costo con un magro crecimiento.

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NACIONALES

Deconstruyendo a «Andy»

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Opinión, por Iván Arrazola //

La construcción del liderazgo político ha sido uno de los temas centrales discutidos por distintos autores a lo largo de la historia. Diversos pensadores han reflexionado sobre qué hace a un líder legítimo, eficaz y capaz de guiar a una sociedad. Estas reflexiones permiten contrastar cómo se forman, se consolidan y también cómo se desmoronan los liderazgos en contextos contemporáneos.

Platón sostenía que el verdadero líder debía ser un “filósofo-rey”: alguien formado en la virtud, guiado por la sabiduría y orientado al bien común. Maquiavelo, por su parte, ofreció una visión mucho más realista (y cruda) en El Príncipe, donde el liderazgo no se basa en la moral, sino en la capacidad de conservar el poder mediante la astucia, la audacia y, si es necesario, el engaño. Max Weber destacó que el liderazgo moderno suele apoyarse en normas e instituciones, pero que el liderazgo carismático adquiere gran relevancia en momentos de crisis.

Este último modelo encaja perfectamente con el liderazgo construido por Andrés Manuel López Obrador, quien supo interpretar el malestar social, construir una narrativa poderosa y consolidar un movimiento político hegemónico.

Su carisma y su capacidad para conectar emocionalmente con las masas le permitieron crear un régimen político con fuerte legitimidad simbólica. Sin embargo, como advierte Weber, el carisma no se hereda: debe ser constantemente validado por quienes lo reconocen. Y es en este punto donde inicia la deconstrucción del liderazgo de su hijo, Andrés Manuel López Beltrán, conocido en el entorno político y mediático como “Andy”.

La reciente aparición pública de López Beltrán, tras los malos resultados electorales en Veracruz y Durango, deja ver las tensiones internas en la formación de nuevos liderazgos dentro de Morena. Lejos de asumir una posición de autocrítica o de reformulación estratégica, eligió un entorno cómodo —el pódcast La Moreniza, conducido por la presidenta del partido, Luisa María Alcalde— para defender su papel como secretario de organización.

Su mensaje no giró en torno a resultados o propuestas, sino en torno a su identidad: se quejó de que los medios lo llamaran “Andy”, reclamó respeto por el nombre que comparte con su padre y afirmó que las críticas a su persona eran en realidad ataques encubiertos hacia el expresidente, a quien llamó “el mejor presidente que ha tenido este país”.

Sin embargo, esta reacción fue percibida por amplios sectores como una muestra de fragilidad política. Centrar la discusión en un apodo, más que en las responsabilidades y resultados de su gestión, revela la falta de una trayectoria propia. Hasta ahora, López Beltrán no ha construido un liderazgo independiente ni ha demostrado méritos que justifiquen su posición dentro del partido.

Como bien señala Maquiavelo, el liderazgo también se construye mediante la proyección de una imagen fuerte y la obtención de resultados tangibles. En este sentido, es difícil justificar el desempeño de Morena en Veracruz y Durango, considerando el inmenso poder institucional, el control de los programas sociales y los recursos públicos a su disposición.

A ello se suma la fallida estrategia de no aliarse con el PT en varios municipios, lo que terminó por debilitar aún más su posición. Las acusaciones lanzadas por López Beltrán respecto a una supuesta intervención del PRI y a irregularidades electorales parecen más un intento de desviar la atención que un reconocimiento serio de las fallas internas.

Las diferencias entre López Obrador y su hijo resultan cada vez más evidentes. Mientras el primero supo conectar con las demandas sociales y construir un liderazgo con identidad propia, el segundo intenta replicar la fórmula sin la audacia, la astucia ni la legitimidad que caracterizaron al fundador del movimiento.

Su discurso reciente, más defensivo que propositivo, parece responder a la presión interna del partido y a las crecientes críticas externas, más que a una estrategia clara de posicionamiento.

La sombra del expresidente sigue pesando. López Obrador, conocedor de la historia política de México, parece tener conciencia del riesgo que representa el tiempo para cualquier líder. Por eso, la incorporación de su hijo a una posición clave dentro de Morena puede interpretarse como un intento de preservar su legado bajo una lógica patrimonialista. Sin embargo, las estrategias que funcionaron para él —como la victimización o el enfrentamiento con los medios— podrían no rendir los mismos frutos en su heredero político.

El caso de López Beltrán ilustra con claridad cómo un ascenso político puede estar más relacionado con el peso simbólico de un apellido que con méritos propios. Hasta ahora, su trayectoria no se ha distinguido por la eficacia, los resultados concretos ni por una capacidad real de interlocución política.

Si desea desprenderse de la etiqueta de “Andy” y consolidarse como una figura con liderazgo propio, deberá demostrar esas cualidades con hechos. Todo liderazgo que no se adapta a los desafíos del presente corre el riesgo de disolverse en la irrelevancia.

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