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MUNDO

Momento crítico para el país americano: Atentado contra Trump, la decadencia estadounidense

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Actualidad, por Alberto Gómez R. //

El sábado 13 de julio, durante un mitin político en Pensilvania, el candidato presidencial Donald Trump sufrió un atentado que conmocionó a Estados Unidos y al mundo entero. Este ataque, ampliamente reportado por medios internacionales, destaca las profundas divisiones y tensiones que caracterizan la situación socio-política actual de Estados Unidos.

El atentado a Trump ocurrió en un contexto de creciente polarización y desigualdad socioeconómica en Estados Unidos. El ataque tuvo lugar mientras Trump se dirigía a una multitud de seguidores, reflejando la profunda división del país. La presidencia de Trump ha exacerbado las controversias y divisiones, creando un clima de confrontación y hostilidad. The Washington Post destaca cómo la retórica incendiaria y la política divisoria han acentuado las diferencias entre los diversos sectores de la sociedad estadounidense.

La situación socioeconómica en Estados Unidos se ha deteriorado significativamente en las últimas décadas. La brecha entre ricos y pobres ha alcanzado niveles sin precedentes, y la clase media ha visto reducirse su poder adquisitivo y oportunidades. Según un informe de The Economist, esta disparidad ha llevado a una creciente frustración entre los ciudadanos, muchos de los cuales sienten que el sueño americano se ha vuelto inalcanzable (Williams, 2023).

MAGNICIDIOS EN LA HISTORIA DE EU

Para entender el atentado contra Trump, es útil analizarlo en el contexto de otros magnicidios en la historia de Estados Unidos. La nación tiene una trágica historia de violencia política, con ejemplos notables como los asesinatos de Abraham Lincoln, John F. Kennedy y Martin Luther King Jr. Estos eventos ocurrieron en momentos de gran tensión y cambio en la sociedad estadounidense.

El asesinato de Lincoln, por ejemplo, tuvo lugar en el contexto de la Guerra Civil y la abolición de la esclavitud, un período de profunda división y conflicto en el país. El asesinato de Kennedy en 1963, en un momento de tensión de la Guerra Fría y el movimiento por los derechos civiles, tuvo un impacto profundo en la psique nacional. El asesinato de Martin Luther King Jr. en 1968 también ocurrió en un momento de agitación social y demandas de justicia racial.

El atentado contra Trump, aunque afortunadamente no fue fatal, resuena con estos eventos históricos, subrayando la volatilidad de la situación actual. La violencia política es un síntoma de una sociedad profundamente fracturada y de la incapacidad de resolver conflictos a través del diálogo y la negociación.

LA DECADENCIA DE OTRAS POTENCIAS HEGEMÓNICAS

Uno de los ejemplos más notables es el caso de la antigua Roma. En sus últimos años como potencia hegemónica, Roma enfrentó una serie de crisis internas que la llevaron a su decadencia y eventual caída. La corrupción, la desigualdad y las luchas de poder interno debilitaron el imperio, haciéndolo vulnerable a amenazas externas e implosiones internas. La situación de Estados Unidos hoy en día presenta similitudes alarmantes con el declive de Roma, particularmente en términos de división social y económica.

Otro ejemplo relevante es la caída del Imperio Británico. En su apogeo, Gran Bretaña era una superpotencia global, pero la creciente desigualdad y las tensiones internas contribuyeron a su declive. Las luchas por el poder, la pérdida de cohesión social y la incapacidad de adaptarse a los cambios globales erosionaron la fuerza del imperio. Según un análisis de The Wall Street Journal, las lecciones del declive británico son pertinentes para Estados Unidos, que enfrenta desafíos similares en términos de cohesión y liderazgo (Brown, 2023).

El declive de Estados Unidos como potencia hegemónica, si bien aún es objeto de debate, es un tema recurrente en los análisis políticos y económicos contemporáneos. La pérdida de “liderazgo” global de Estados Unidos, exacerbada por la creciente competencia de potencias emergentes como China, ha contribuido a una sensación de declive y vulnerabilidad.

En un mundo cada vez más multipolar, la capacidad de Estados Unidos para mantener su hegemonía está siendo cuestionada. Las divisiones internas y la incapacidad de abordar problemas sistémicos como la desigualdad y la polarización política son obstáculos significativos para continuar su liderazgo global. La analogía con la decadencia de otros imperios ofrece una advertencia clara: sin un esfuerzo concertado para abordar estas divisiones, Estados Unidos podría enfrentar un futuro de creciente inestabilidad y declive, como actualmente se percibe.

En medio de esta crisis, surgen teorías que sugieren que el atentado -o autoatentado- contra Trump podría haber sido planeado como un distractor para desviar la atención de otros problemas internos y externos. No es descabellado pensar sobre la posibilidad de que este evento haya sido orquestado para desviar la atención de las políticas intervencionistas e injerencistas de Estados Unidos en el extranjero, así como de los problemas socioeconómicos internos.

La intervención de Estados Unidos a través de su brazo armado en Europa, la OTAN, para desatar el conflicto bélico entre Ucrania y Rusia, así como el apoyo al gobierno sionista de Israel para iniciar y continuar el genocidio sobre el pueblo palestino, los ataques encubiertos a líderes políticos y sociales en países opositores al Gobierno de Washington, y su mano oculta en las luchas internas en los países africanos para desestabilizar sus frágiles estructuras político-sociales, con la finalidad de continuar el saqueo de sus recursos económicos, son hechos que aunque se quieran ocultar, están expuestos a la luz.

La administración de Trump ha sido criticada por su política exterior agresiva, incluyendo sanciones económicas, intervenciones militares y una postura confrontacional hacia aliados y adversarios por igual. Estas políticas han generado tensiones internacionales y podrían estar distrayendo al público de los problemas internos, como la creciente desigualdad y la falta de cohesión social.

La posibilidad de que el atentado haya sido una distracción intencional plantea preguntas inquietantes sobre el estado de la “democracia” en Estados Unidos y la transparencia del gobierno. En momentos de crisis, los líderes políticos a menudo recurren a tácticas de distracción para mantener el control y desviar la atención de sus propios fracasos o problemas internos, tal como lo expone magistralmente el filme Wag the Dog (Barry Levinson, 1998).

El atentado contra Trump es un recordatorio doloroso de la fragilidad de la democracia y la necesidad de un liderazgo que pueda unir en lugar de dividir, aunque esta tarea parece prácticamente imposible a estas alturas. Lo único que podría salvar de una implosión total a los Estados Unidos sería desenmascarar toda la farsa de su gobierno o, al menos, erigir a un líder que comprenda la importancia de encontrar un terreno común y trabajar hacia soluciones inclusivas que aborden las preocupaciones de todos los ciudadanos, independientemente de su origen o afiliación política. Aunque esto es poco menos que imposible que suceda, ya que el establishment jamás lo permitiría.

La violencia política y las divisiones internas son síntomas de una democracia en crisis. La incapacidad de resolver conflictos a través del diálogo y el compromiso socava la estabilidad y la cohesión social, dejando a la nación vulnerable a la inestabilidad y el declive.

El atentado sufrido por Donald Trump en Pensilvania es un reflejo de las profundas divisiones y desigualdades que caracterizan la sociedad estadounidense actual, observándolo desde la perspectiva momentánea. Este evento, contextualizado en una historia de magnicidios y declives imperiales, ofrece una advertencia urgente sobre la necesidad de abordar estas divisiones antes de que conduzcan a una inestabilidad aún mayor. La historia ofrece lecciones valiosas sobre los peligros de la desigualdad y la polarización, y Estados Unidos debe tomar medidas decisivas para evitar repetir los errores del pasado y asegurar un futuro más cohesionado y próspero para todos sus ciudadanos.

La posibilidad de que el atentado haya sido un distractor intencional añade una capa adicional de complejidad a la situación, subrayando la necesidad de transparencia y responsabilidad en el liderazgo político; y mucho más compleja se torna si este evento hubiera sido planeado y ejecutado como el catalizador para implosionar a la Unión Americana.

Estados Unidos se encuentra en un momento crítico, y las acciones tomadas en el corto y mediano plazo determinarán su posición en el mundo, en el que ya no existe lugar para que sea una sola potencia la que dicte el destino de las demás naciones del mundo.

 

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Edición 806: Segundo piso en López Mateos: ¿Solución rápida o error costoso?

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Edición 806: Segundo piso en López Mateos: ¿Solución rápida o error costoso?

LAS CINCO PRINCIPALES:

Segundo piso en López Mateos: ¿Solución rápida o error costoso?

Colomos III: La batalla por el patrimonio ecológico de Jalisco

 

Convención Estatal de MC: Asume Mirza Flores dirigencia estatal del partido naranja

Primer Congreso Nacional de Personas Mayores: «Reconocer a las personas mayoes es un acto de justicia»

Primer informe de labores legislativas de Claudia Salas: «La gente quiere resultados, no pleitos»

 

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MUNDO

El dilema mexicano: Entre Caracas, Pekín y Washington

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– Opinión, por Miguel Anaya

México tiene la mala costumbre de creer que los conflictos internacionales son películas que se ven desde la butaca, con palomitas en mano y distancia segura. Pero lo que hoy ocurre en el Caribe, con barcos estadounidenses hundiendo lanchas venezolanas y un Nicolás Maduro agitando la bandera de resistencia, no es un espectáculo ajeno: es una tormenta que, tarde o temprano, alcanzará nuestras costas.

La posible intervención de Estados Unidos en Venezuela —sea directa o disfrazada de “operativo contra el narcotráfico”— nos recuerda varias cosas incómodas. La primera: que Washington sigue viendo a América como su jardín trasero, y que cuando la Casa Blanca mueve barcos y marines hacia el sur, México queda automáticamente dentro del perímetro de seguridad. No se nos pregunta si queremos, se nos asume dentro del esquema.

La segunda: que cada bomba que caiga en el Caribe traerá repercusiones en nuestras fronteras. No se necesita ser un experto en migración para imaginar lo que significaría una oleada de venezolanos huyendo de un conflicto bélico. Ya con los flujos actuales, el Estado mexicano colapsa en recursos y paciencia social; con una guerra en Sudamérica, el caos migratorio se multiplicaría. Y, como siempre, la presión no llegaría solo de los migrantes, sino de Estados Unidos exigiendo que México sea muro, policía y albergue al mismo tiempo.

El aspecto económico tampoco es menor. Si Venezuela, el país con las mayores reservas probadas de petróleo en el mundo, se incendia, el mercado energético se agita. Podría ser una oportunidad para que México venda más crudo, pero también un riesgo de volatilidad y chantaje. Estados Unidos exigiría “solidaridad energética” a cambio de no apretarnos más en otros frentes. Y mientras tanto, China, Rusia y Corea del Norte —muy juntos, muy sonrientes en el reciente desfile de Pekín— lanzarían el mensaje de que existe un bloque alternativo para quienes no se sometan al viejo orden. Un coqueteo tentador, pero peligroso, porque México no puede darse el lujo de enemistarse con su principal socio comercial y cultural.

¿Y qué papel debe jugar la presidenta Sheinbaum? Aquí es donde la película se vuelve mexicana. Sheinbaum no puede limitarse al guion tradicional de “neutralidad” y “no intervención”, fórmulas diplomáticas que sirven en conferencias de prensa, pero no en medio de una crisis migratoria, militar y energética.

México debe anticiparse: diseñar políticas de contención migratoria con dignidad y sin colapso; blindar su economía para resistir turbulencias externas; y, sobre todo, plantear una estrategia clara frente a Washington. Porque la historia nos dice que, cuando el imperio se pone nervioso, México no es invitado a opinar: es arrastrado.

El dilema es cruel, pero inevitable: si nos alineamos ciegamente con Estados Unidos, perdemos margen de soberanía; si coqueteamos demasiado con Pekín y Moscú, arriesgamos represalias inmediatas. Lo que no podemos hacer es fingir que nada pasa. Porque cuando los cañones apuntan hacia el sur y las banderas ondean en Pekín, lo que está en juego no es la geopolítica abstracta, sino nuestra seguridad, nuestras fronteras y nuestra estabilidad interna. Una situación geopolítica muy complicada que deberá resolverse.

En suma, México no tiene opción de hacerse el distraído: lo que se juega en el Caribe no es un pleito lejano entre Maduro y Trump, sino un recordatorio brutal de que la geopolítica siempre cobra factura. El estado mexicano deberá decidir si quiere ser jugador con estrategia o simple ficha movida por inercia.

Y aunque la tentación nacional sea encogerse de hombros y decir “eso es problema de ellos”, lo cierto es que cuando los cañones rugen en el sur, los migrantes caminan hacia el norte y entre tanto, el centro tiembla. Lo irónico es que México siempre quiso ser neutral; lo triste es que, en este tablero, la neutralidad es el nombre elegante de la indefensión.

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MUNDO

Tejiendo lo colectivo: La política más allá del individuo

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– A título personal, por Armando Morquecho Camacho

En la mitología griega, existe un relato fascinante sobre las Moiras, esas tres hermanas encargadas de hilar, medir y cortar el destino de los hombres; de hecho, probablemente muchos más las recuerden por la famosa película de Disney: Hércules, donde son representadas por esas figuras enigmáticas y divertidas de un solo ojo que en algún punto de la película amenazan la vida de la amada de Hércules.

En esta historia, Cloto hilaba la hebra de la vida, Láquesis la medía y Átropos la cortaba cuando llegaba el final. Lo interesante de esta narración no es únicamente su carácter fatalista, sino la metáfora que encierra: ninguna hebra aislada tenía sentido por sí misma. El tejido de la vida es posible porque cada hilo se entrelaza con otros, formando un entramado que da consistencia a la existencia.

Por eso la política debería funcionar de la misma manera. No se trata de un solo individuo que define la ruta de una sociedad, sino de la capacidad de entrelazar múltiples hilos —experiencias, voces, demandas, historias— hasta construir un tejido común y, por ende, un movimiento plural articulado a través de causas que unan. Por eso, cuando olvidamos que la política es ante todo una tarea colectiva, corremos el riesgo de reducirla a un espectáculo personalista en el que se sobrevalora la figura del líder y se subestima la fuerza de la comunidad.

Nuestra cultura política ha sido moldeada por el mito del héroe. Desde tiempos antiguos, se nos ha enseñado a imaginar a los grandes líderes como Aquiles o Ulises: figuras que, gracias a su valor o astucia, logran conquistar batallas imposibles. El héroe se presenta como la encarnación de la voluntad y del destino de todo un pueblo. Sin embargo, esa visión, aunque seductora, es profundamente peligrosa cuando se traslada al ámbito de lo público.

Cuando la política se concentra en un solo rostro, en un nombre que se convierte en marca, se desdibuja la noción de comunidad y, por ende, el poder deja de responder a las necesidades colectivas, si no a la lógica de la autopreservación del líder, construyendo así una narrativa en la que la ciudadanía deja de ser protagonista y pasa a ser espectadora. Y sin ciudadanía activa, la democracia se vuelve frágil.

La democracia, en su sentido más profundo, no consiste en depositar un voto cada cierto tiempo, de hecho, la propia Constitución de nuestro país define a la democracia como un estilo de vida y una tarea constante a través de la cual se debe priorizar la construcción del destino común y el progreso constante.

En ese contexto, la democracia significa reconocernos como parte de una trama compartida, como hilos que sostienen un mismo tejido. Las grandes transformaciones políticas no han surgido de la genialidad de un individuo aislado, sino del esfuerzo conjunto de comunidades que se organizaron para reclamar justicia, igualdad o libertad.

El movimiento obrero del siglo XIX, las luchas feministas que han cambiado estructuras jurídicas y culturales, o los procesos de descolonización del siglo XX no habrían sido posibles sin una visión de lo colectivo. Ninguna de esas causas prosperó porque alguien decidiera “iluminar” a los demás, sino porque miles de voces se entrelazaron hasta hacerse escuchar como un clamor ineludible.

En contraposición, cuando los proyectos políticos se sostienen únicamente en figuras individuales, se vuelven endebles. La historia está llena de ejemplos de líderes que, al caer en desgracia, arrastraron consigo a toda una estructura de gobierno, esto debido a que un tejido construido en torno a un solo hilo inevitablemente se rompe.

Hoy vemos cómo muchas democracias sufren precisamente de este mal. La política se reduce a una competencia de carisma, o de opiniones mediáticas y controversiales que buscan dividir desde la confrontación; basta con ver a Ricardo Salinas Pliego. Lo colectivo queda relegado. Y lo más alarmante: la ciudadanía se acostumbra a delegar su responsabilidad, convencida de que “otro” debe resolverlo todo.

Por eso, la tarea urgente es volver a tejer comunidad, y eso a su vez implica repensar los espacios políticos no como arenas de competencia individual, sino como laboratorios de cooperación. Significa promover el diálogo, la escucha y la corresponsabilidad. En un mundo donde las redes sociales amplifican el protagonismo del individuo, necesitamos contrarrestar esa tendencia con proyectos que valoren lo común por encima del ego personal.

Construir política desde lo colectivo no significa anular la individualidad, sino integrarla en un horizonte compartido. Como en el telar de las Moiras, cada hebra conserva su singularidad, pero cobra sentido únicamente al entrelazarse con las demás.

El gran reto de nuestro tiempo es que vivimos en sociedades fragmentadas, donde la desconfianza se ha instalado como norma. Desconfianza hacia las instituciones, hacia los partidos, hacia los otros ciudadanos. Y sin confianza no hay tejido posible. La política colectiva requiere precisamente lo contrario: la certeza de que lo común vale la pena, de que cooperar produce más frutos que competir sin tregua.

Eso demanda nuevas formas de organización social y política. Demandará partidos que funcionen menos como maquinarias electorales y más como espacios de deliberación ciudadana. Demandará gobiernos que consulten y construyan con la gente, no solo para la gente. Y demandará ciudadanos que asuman su papel no como espectadores, sino como coautores del destino común.

Quizá ha llegado el momento de desplazar al héroe individual y recuperar la épica de lo colectivo. No necesitamos más relatos donde un líder salva a todos; necesitamos narrativas donde todos nos salvamos a nosotros mismos al reconocernos como parte de la misma trama.

Así como en la Grecia antigua el mito de las Moiras recordaba que ningún destino estaba aislado del conjunto, hoy debemos recordar que ningún proyecto político puede sostenerse en soledad. La política que realmente transforma es aquella que se teje desde abajo, desde los barrios, desde los colectivos, desde las voces diversas que encuentran en la pluralidad su mayor riqueza.

La política futura debe ser colectiva para fortalecer la democracia y enfrentar desafíos. Apostar por el individualismo arriesga liderazgos frágiles y sociedades divididas, debilitando el tejido común.

Si, en cambio, entendemos que nuestro destino depende de la fortaleza del tejido, podremos enfrentar con mayor solidez los desafíos de nuestro tiempo: la desigualdad, la crisis climática, la violencia, la polarización.

El hilo aislado se rompe con facilidad; el tejido entrelazado resiste el paso del tiempo. Esa es la lección que la mitología griega, con su sabiduría ancestral, nos recuerda. Y esa es la lección que deberíamos aplicar a la política: dejar de pensar en términos de “yo” para construir un sólido “nosotros”.

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