JALISCO
Conciencia TV: 20 mujeres empoderadas de Jalisco y los desafíos que enfrentan

Por Redacción Conciencia Pública //
En México y Jalisco, el avance de las mujeres en la política y el servicio público ha sido significativo, aunque aún persisten desafíos. La participación femenina en la toma de decisiones es crucial para construir una sociedad más justa e igualitaria. En los últimos años, se han implementado reformas legislativas y políticas públicas que buscan garantizar la paridad de género en los espacios de poder.
A nivel nacional, la reforma constitucional de 2014 estableció la paridad de género en las candidaturas a cargos de elección popular. Esto ha permitido un aumento considerable en el número de mujeres en el Congreso de la Unión y en los congresos locales. Además, cada vez más mujeres ocupan cargos de alta responsabilidad en el gobierno federal y en los gobiernos estatales.
En Jalisco, se han implementado medidas similares para promover la participación de las mujeres en la política y el servicio público. La entidad cuenta con leyes y programas que buscan garantizar la igualdad de oportunidades y la no discriminación. Además, diversas organizaciones de la sociedad civil trabajan para empoderar a las mujeres y fomentar su liderazgo en todos los ámbitos.
A pesar de los avances, aún existen obstáculos que impiden la plena participación de las mujeres en la esfera pública. La violencia política de género, la discriminación y los estereotipos son algunos de los desafíos que enfrentan las mujeres en su camino hacia el poder.
Es necesario seguir trabajando para eliminar estas barreras y construir una sociedad donde las mujeres tengan las mismas oportunidades que los hombres.
La conductora y analista Nadia Madrigal, nuestro director general Gabriel Ibarra Bourjac y el doctor y colaborador de Conciencia Pública, Iván Arrazola, analizan a fondo este tema durante este episodio de Conciencia TV:
JALISCO
Un gobernador de redes sociales: La diplomacia según Lemus y el silencio que delata…

Crónicas de Pacheco, por Daniel Emilio Pacheco //
Pablo Lemus quiso jugar a la diplomacia. Se colocó su traje de “estadista internacional”, abrió su cuenta de X y decidió pronunciarse —veinticuatro horas después— sobre un conflicto que ni le competía ni le concernía directamente, pero que olía a oportunidad política: una funcionaria menor de Morena, Melissa Cornejo, fue cancelada —en redes y en visa— por el exembajador Christopher Landau, actual vicecanciller estadounidense. Lemus, con más cálculo que convicción, tomó aire, y escribió: “Eso no es Jalisco”.
Pero, ¿qué es Jalisco para Lemus? ¿Es acaso ese estado ejemplar que presume ante los diplomáticos gringos mientras, al mismo tiempo, sufre una de las tasas más alarmantes de desapariciones en el país? ¿Es ese “pueblo hermano” que, según él, mantiene relaciones respetuosas con los Estados Unidos, mientras la impunidad se pasea libremente entre sus aliados políticos, como Enrique Alfaro en Madrid, sin rendir cuentas por los más de 17 mil desaparecidos?
En su intento por desmarcarse de Melissa Cornejo —una joven militante que se inmoló en un tuit rabioso contra el imperio migratorio estadounidense— Lemus no midió que estaba exponiendo su propia desnudez política. Porque es muy cómodo condenar un mensaje soez desde la altura del poder, pero es más difícil responder cuando la diputada Itzul Barrera le devuelve el golpe con los datos que Lemus no publica en sus redes: alcaldes de su partido presos por crimen organizado, crisis hídrica en medio estado, y una Mesa de Seguridad donde el gobernador prefiere scrollear a intervenir.
Lemus no defendió a Jalisco. Se defendió a sí mismo. Se posicionó como el “buen mexicano”, el que sabe hablar inglés, el que presume relaciones internacionales y que, como todo buen político tecnócrata, se sube a los trending topics con frases bien medidas para caerle bien a los de afuera.
Pero en casa, su voz suena hueca. ¿Dónde está el mismo Lemus para condenar las ejecuciones extrajudiciales que policías municipales han protagonizado en su administración? ¿Dónde está para exigir justicia para las madres buscadoras hostigadas o desaparecidas? ¿Dónde estaba cuando Itzul Barrera le respondió con datos y él no supo replicar más que con silencio?
Este es el verdadero problema: Lemus no ve el fondo, solo la forma. Mientras Melissa Cornejo borra sus redes, él limpia su imagen con trapos ajenos. Mientras el vicecanciller Landau pontifica sobre los “glorificadores de la violencia”, el gobernador guarda silencio sobre los desaparecidos del 5 de mayo, los cuerpos embolsados en el río Santiago o los feminicidios en la zona metropolitana.
Y todo, para quedar bien con Washington.
Como decía un viejo columnista —al que esta pluma sigue rindiendo tributo—, “los políticos no son lo que dicen, sino lo que callan”. Y Lemus, al callar frente a los escándalos reales que le competen, pero alzar la voz solo cuando hay reflector extranjero de por medio, se pinta de cuerpo entero: es un gobernador de redes, no de gobierno.
En X @DEPACHECOS
JALISCO
Frivolidad política devastadora: Mientras arde la ciudad

A título personal, por Armando Morquecho Camacho //
El mundo se tambalea en un vértigo de titulares y caos. Cada día trae una nueva grieta: un ataque quirúrgico de Israel a Irán que tensa el tablero global, protestas en Estados Unidos que hierven con furia contra el ICE, y un gobernador de Florida que, con desconcertante naturalidad, justifica atropellar manifestantes como si hablara del clima. La realidad parece un guion distópico donde la sensatez es una reliquia y los extremos han reclamado el centro del escenario.
En medio de este desorden, el poder, lejos de ser un ancla, a menudo se convierte en un espectáculo: líderes que prefieren el brillo de las cámaras al peso de las decisiones, que confunden gobernar con posar.
En esa obsesión por la imagen, en esa danza de vanidades, resuena el eco de un gobernante que convirtió su administración en una obra de teatro, donde el aplauso importaba más que la estabilidad y el bienestar de su pueblo.
Ese gobernante no cargaba con responsabilidades, sino con un espejo en el que se contemplaba con fascinación. Mientras sus consejeros urgían reformas, él organizaba fiestas. Cuando las calles ardían, ensayaba canciones. Si las crisis lo alcanzaban, las maquillaba con destreza. Su habilidad para evadir la realidad era casi poética: transformaba cualquier incendio en un fondo perfecto para su retrato. No gobernaba: posaba.
Su entorno, por supuesto, aprendió a adaptarse. Los colaboradores se convertían en cortesanos y el pueblo, acostumbrado a la miseria de la rutina, empezó a convencerse de que tal vez la frivolidad también podía ser una forma de liderazgo. Al menos era vistosa. Al menos era constante. Al menos sonreía.
La ciudad, mientras tanto, se agrietaba. Las calles eran menos seguras, los servicios más ineficientes, el ánimo más crispado. Pero todo eso quedaba fuera del encuadre. Porque el verdadero país era el que se veía en sus retratos: moderno, brillante, alegre, superficial. Un país de fachada.
El personaje en cuestión tenía un talento muy particular: sabía producir momentos. No políticas, no resultados, no estrategias. Momentos. Instantáneos momentos cuidadosamente orquestados donde él era siempre el centro, el héroe, el mesías. Lo mismo aparecía abrazando a un anciano que bailando en una plaza pública, rodeado de luces y cámaras.
Era adorado por su carisma, celebrado por su estilo, temido por su egocentrismo. Su capacidad para desviar la atención era absoluta. Nadie podía mirar a otro lado cuando él estaba presente, aunque nada relevante estuviera ocurriendo. Y es que, en el fondo, él no quería cambiar el mundo. Quería que el mundo lo aplaudiera.
Pero el culto a la imagen tiene una condena inevitable: necesita crecer, siempre. Cada selfie debe superar a la anterior. Cada evento debe ser más estridente. Cada sonrisa más amplia. Es un ciclo adictivo, y también profundamente frágil. Porque cuando la realidad irrumpe —cuando el fuego ya no puede disimularse con luces de neón—, el telón se cae y deja al descubierto lo que siempre estuvo ahí: la incompetencia, la vanidad, el vacío.
Hubo un día —el más recordado de su administración — en que las llamas consumieron la ciudad. Las teorías abundaron: que fue un accidente, que fue un castigo divino, que fueron sus enemigos. Pero todos sabían, en el fondo, que el incendio no era nuevo. Que la ciudad llevaba años ardiendo lentamente, bajo el disfraz de la fiesta. Y que él, en lugar de apagarlo, bailó.
Y no metafóricamente: bailó, cantó, recitó. Mientras miles lo perdían todo, él organizó concursos de poesía. Mientras las estructuras colapsaban, él afinaba su lira. Mientras su pueblo gritaba, él ensayaba su mejor nota. No por maldad, sino por indiferencia. No por crueldad, sino por vanidad.
Y así terminó: solo, odiado, desfigurado por la historia. No por sus políticas, que nadie recuerda. No por sus reformas, que nunca existieron. Sino por haber confundido el gobierno con una puesta en escena. Por haber creído que el poder es una extensión del ego y no un contrato con los otros.
A veces, cuando veo cómo algunos gobernantes actuales se obsesionan con el encuadre perfecto, con la pose milimétrica, con la marca personal por encima del bien público, pienso en él, en Nerón, aquel emperador romano. Pienso en su brillo momentáneo. En su frivolidad devastadora. En su capacidad para construir una burbuja de halagos mientras su pueblo caminaba entre cenizas.
Pienso en los que creen que gobernar es un acto de autopromoción permanente. En los que prefieren las luces del espectáculo al trabajo discreto. En los que huyen de las decisiones difíciles y se aferran al aplauso fácil. En quienes usan el poder como un espejo, y no como una herramienta de transformación.
Y es que no hay nada más frágil que un gobierno sostenido por la imagen: la popularidad es volátil, los reflectores se apagan, el público se cansa. Pero el daño queda. Como entonces, también hoy hay quienes olvidan que la historia no recuerda a los que mejor posaron, sino a los que, incluso entre las llamas, supieron sostener el rumbo.
Los pueblos no se salvan con coreografías ni con filtros, sino con compromisos reales, con la incómoda pero necesaria sobriedad de quienes entienden que el poder es servicio, no espectáculo. La historia nos lo advierte: el culto a la imagen es un castillo de naipes que se derrumba ante la primera ráfaga de realidad. Mientras los líderes se pierden en la búsqueda del aplauso efímero, las ciudades se agrietan, los puentes se quiebran y la confianza se desvanece.
La frivolidad puede llenar titulares, pero no construye futuros. Hoy, cuando el escenario global parece repetir los mismos errores —líderes obsesionados con la pose, discursos que maquillan crisis, promesas que se disuelven en el humo de la indiferencia—, el riesgo es el mismo: un líder solo, atrapado en su propio reflejo, rodeado de cenizas mientras su pueblo, agotado de espejismos, deja de aplaudir.
Pero la historia también nos ofrece una elección: apostar por quienes, aun en medio de las llamas, eligen el trabajo silencioso, las soluciones incómodas, el liderazgo que no busca reflectores, sino resultados. Solo así, con la claridad de quienes ven el poder como un deber y no como un escenario, los pueblos pueden reconstruirse, no sobre los escombros del espectáculo, sino sobre la solidez de la responsabilidad.
JALISCO
Indecorosas para una gran metrópoli: No están a la altura, urge dignificar las entradas y salidas de Guadalajara

Opinión, por Pedro Vargas Ávalos //
En todo México y aún en el mundo, la Perla Tapatía, nuestra hermosísima Guadalajara, es reconocida como genuina representativa de la mexicanidad, no la indígena, que es legataria de la grandiosa historia precortesiana nacional, sino de la que nació tras tres siglos de coloniaje, cuando surgió nuestro país como nación independiente.
Recordemos que la urbe jalisciense, antes que alguna localidad de la actual república, tuvo un gobierno nacional (instituido por el padre de la patria, Miguel Hidalgo y Costilla, cuando el movimiento insurgente adoptó como sede a nuestra Atenas de Occidente, entre noviembre y enero de 1810-811) y que, además, pregonó la independencia (13 de junio de 1821) primero que cualesquiera poblaciones de México, incluida la capital del país, la cual lo hizo hasta el 27 de septiembre de 1821. Finalmente, mencionaremos que fue cuna del federalismo y con ello de la República Federal.
Pues bien, a la fecha Guadalajara continúa preservando muchos elementos de los que la llevaron a ser considerada la más hermosa ciudad mexicana. Una vez, en 1981, estando de visita el licenciado Humberto Lira Mora, destacado político nativo del Estado de México, luego de un paseo por el centro histórico, expresó emocionado: “De verdad, Guadalajara es una ciudad para presumir a México”. A ello agreguemos que el notable filósofo José Vasconcelos, en sus memorias, varias veces elogia a Jalisco y su capital, reiterando que era la sede de la aristocracia étnica mexicana.
En su toma de posesión como primera presidenta municipal de nuestra Perla de Occidente, la alcaldesa Verónica Delgadillo, declaró: “Que se oiga claro y fuerte: Guadalajara será un faro de esperanza para todo México. Desde esta tierra, se defiende y se engrandece a nuestro país. Desde aquí, desde el corazón de Jalisco, vamos a cuidar a nuestras tapatías y tapatíos, vamos a seguir transformando México.”
Lo anterior, con palabras emotivas, realza el ánimo de todos los que residimos en esta metrópoli del valle de Atemajac, fundada por cuarta ocasión el 14 de febrero de 1542. Sin embargo, la terca realidad se empeña en obstruir lo que expresó la mandamás tapatía.
Al respecto podemos aludir a un reciente viaje que hicimos al espectacular Puerto Vallarta, la alhaja jalisciense del Pacífico, a donde acudimos para cuestiones culturales, y atraídos por conocer la supuesta flamante vía corta que apenas -según publicaciones oficiales- se concluyó el 28 de diciembre — Día de los inocentes— pasado.
“El último tramo, que conecta Bucerías con el Aeropuerto Internacional de Puerto Vallarta, se inauguró a finales de 2024, después de 13 años de construcción. Esta vía corta reduce significativamente el tiempo de viaje entre Guadalajara y Puerto Vallarta, de aproximadamente 5 horas a cerca de 2 horas y media”.
Sobre esa información, diremos que tiene varias imprecisiones, pues el entronque con la ciudad porteña no está terminado y se debe hacer circo para llegar a un domicilio en la ciudad turística. Por otra parte, el costo de la caseta final de la autopista es de $483.00 -cuatrocientos ochenta y tres pesos- es decir, casi nueve pesos por kilómetro recorrido en este tramo. Esto es un verdadero atropello, el cual hará que no se utilice por los automovilistas.
De regreso a nuestra querida Perla Tapatía, como a las 17.00 horas, nos encontramos con tal saturación de tráfico a partir de La Venta del Astillero (Zapopan) y hasta el centro guadalajarense, que requerimos alrededor de ¡tres horas! Esto hace que cada viajero, se exaspere y con ello incurra en movimientos que ocasionan tremendos problemas viales. Y claro, recordatorios maternos para las autoridades.
Al día siguiente hubo necesidad de ir a un punto cercano a Santa Ana Tepetitlán, en las cercanías del Periférico Sur. El único camino es la avenida Adolfo López Mateos, y esta tiene tal saturación vial, que solo con la paciencia de Job se puede tolerar su recorrido. Mientras esto sucedía, meditamos en los problemas que tiene la comunicación de la ciudad tapatía al aeropuerto y a Chapala con sus colindancias, de encantadora atracción turística. Y regresaron las expresiones poco encomiables hacia los gobernantes.
Ahora bien, el traslado del aeropuerto (Libertador Miguel Hidalgo, nombre que nadie usa ya, ni tan siquiera el mismo edificio de la terminal aérea) es toda una calamidad: hay ocasiones en que para abordar un taxi —por cierto bastante caro— se dura más de una hora; pero eso sí, no se puede pedir un vehículo de alguna compañía del ramo, porque es un monopolio de los taxis del aeródromo; esto a ciencia y paciencia de las mandos federales, los cuales suelen multar con enormes sumas al conductor que se atreva a dar sus servicios. Y eso que la Constitución prohíbe los monopolios.
Para los que vivimos en la urbe, otro problema es el de la nomenclatura, la cual siempre ha sido relegada por los ayuntamientos. La solución, al alcance de la mano, la deberían tomar nuestros funcionarios municipales, tan sencillo como exigir que todo comerciante o usuario de alguna licencia, imprima junto a su razón social, el nombre de la calle en que se ubica.
Y en cuanto a las esquinas donde no hay giros que lleven a cabo aquella encomienda, se subsidie a los propietarios para que instalen las placas correspondientes, que luego se les reintegrará lo invertido.
Aquí también puede acudirse a las empresas que suelen anunciarse, para que pongan los señalamientos de calles, a cambio de difundir sus productos -recurso que hace años se utilizó, pero luego se dejó al margen- lo cual es benéfico para todos.
Y ya que hablamos de calles, recordemos que estas no son propiedad de los dueños de fincas allí ubicadas, los cuales broncamente se apropian de ellas para evitar que algún ciudadano se estacione, y con toscos instrumentos, se reservan sus espacios para provecho propio, lo cual es reprobable y hasta punible. Pero tal parece que los inspectores del municipio, o los que dirigen tránsito, no les interesa poner orden al respecto.
Retornando a los ingresos-salida de la Perla Tapatía, son, lo menos que podemos decir, indecentes para el nivel de la gran metrópoli que es. El gobierno de Jalisco, y hasta el de ámbito federal, deberían sumarse a la cruzada de dignificar esas vías de comunicación carretera. Y esa regeneración debe incluir la adecuación de construcciones a lo largo de tales accesos, pues en algunas partes, hasta los ojos duelen de ver lo pésimo de sus edificaciones.
Hay que tener presente que la arquitectura es de gran importancia, y cuando al menos el Centro Histórico, y las colonias del poniente, son de excelente característica, por lo que los inmuebles de los ingresos-salidas de Guadalajara deben estar a la altura del respetable perfil urbanístico de la ciudad.
Hace unos días, nos informamos que “en un encuentro sin precedentes con directivos de medios y líderes de opinión, la alcaldesa de Guadalajara, Verónica Delgadillo, ofreció un vistazo crudo a los desafíos que enfrenta su administración, particularmente la crisis hídrica y la precariedad financiera municipal.”
Eso está muy bien, pero luego presentó lo difícil del panorama de acuerdo con el magro presupuesto del municipio, ante los formidables desafíos que tiene para brindar buenos servicios. (Gabriel Ibarra Bourjac, Conciencia Pública). Al respecto, manifiesta el agudo periodista: “La alcaldesa puede impulsar alianzas público-privadas con incentivos fiscales y cabildeo con el Estado y la Federación, pero sin una reforma fiscal local que amplíe la base tributaria o modernice el catastro, estas medidas podrían quedar en promesas.” Lo cual es muy cierto.
El reto ahí está. Muchos son los aspectos que hay que corregir, pero precisamente la categoría de buen político se demuestra ante los problemas. Y en este tiempo de mujeres, la alcaldesa tapatía tiene la palabra para dar excelentes resultados, y así proseguir su carrera ascendente.
-
Uncategorized6 años atrás
Precisa Arturo Zamora que no buscará dirigencia nacional del PRI
-
Beisbol5 años atrás
Taiwán marca camino al beisbol en tiempos del COVID-19: Reinicia partidos sin público
-
REPORTAJES6 años atrás
Pensiones VIP del Ipejal: Arnoldo Rubio Contreras, ejemplo del turbio, sucio e ilegal proceso de tabulación de pensiones
-
VIDEOS6 años atrás
Programas Integrales de Bienestar, desde Guadalajara, Jalisco
-
VIDEOS6 años atrás
Gira del presidente López Obrador por Jalisco: Apoyo a productores de leche en Encarnación de Díaz
-
OPINIÓN5 años atrás
¡Ciudado con los extremistas! De las necedades de FRENA y otros males peligrosos
-
VIDEOS6 años atrás
Video Columna «Metástasis»: Los escándalos del Ipejal
-
OPINIÓN4 años atrás
Amparo, la esperanza de las Escuelas de Tiempo Completo