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Arte y cultura

Franz Kafka, buscó el olvido y alcanzó la eternidad

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Conciencia en la Cultura, por Luis Ignacio Arias //

El mejor amigo de Max Brod, como última voluntad, le pidió que al morir quemara todo lo que había escrito para que nadie pudiera leerlo y así evitar las burlas hacia él y su obra. Cuando el momento llegó Max Brod no cumplió, aunque fue la voluntad de su amigo, Max decidió que aquellos textos debían ser consumidos por el público y no por el fuego. Es así como 101 años después el mundo aun conoce el trabajo de Franz Kafka, uno de los autores más originales e influyentes de la literatura universal.

Franz Kafka murió a causa de la tuberculosis, el 3 de junio de 1924 en la ciudad de Kierling, Klosterneuburg, Austria, tenía 40 años. En vida publicó cuentos cortos y novelas, la más destacada “La metamorfosis”, donde un hombre despierta convertido en cucaracha e intenta afrontar los desafíos de su rutina diaria, pero las circunstancias le son adversas.

Declarado un clásico de la literatura universal, “La metamorfosis” es una muestra del ingenio y los temores de Kafka. Su personaje, de un día para otro, es un hombre incapaz de cumplir sus obligaciones y proveer a su familia, se convierte en un paria.

La figura de la cucaracha representa a toda aquella persona incapaz de cumplir o amoldarse a las exigencias que trajo consigo la Revolución Industrial: el trabajo especializado y la producción en masa, lo que para muchos comenzó la deshumanización laboral. Es así como cualquier persona, de un día para otro puede pasar a ser inútil, una carga para su familia, tan despreciada como una cucaracha.

Viena para finales del siglo diecinueve era parte del Imperio Austrohúngaro; formado por Austria, Hungría, República Checa, etc., el Imperio estaba saturado de funcionarios, reglas y jerarquías ineficientes. Viena ya era una ciudad industrial y moderna, aunque mezclada con estructuras feudales y burocráticas muy anticuadas. Barrios obreros crecieron rápidamente, con condiciones insalubres, hacinamiento y pobreza. Mientras tanto, el centro imperial brillaba con arquitectura monumental, creando una ciudad dividida entre esplendor y miseria. Miles de campesinos migraron a la ciudad buscando trabajo en fábricas textiles, metalúrgicas, ferrocarriles y construcción. La máquina reemplazó al artesano, lo que llevó a una profunda sensación de despersonalización.

Esta era la Viena en la que en 1833 nació Kafka, en la ciudad de Praga. Su familia pertenecía a la clase alta gracias a los buenos manejos del negocio textil de su padre, el gran villano de su vida. Obligado por él, Franz estudió derecho y posteriormente trabajó en tribunales civiles y penales y en compañías de seguros.

Ahí fue testigo de las compensaciones que se otorgaban a los obreros por accidentes de trabajo; la pérdida de dedos o extremidades era común, pero también las lesiones incapacitantes, las cuales privaban al trabajador de su fuerza de trabajo, como lo era el protagonista de La metamorfosis.

En 1922 recibió la jubilación anticipada a causa de la tuberculosis que padecía desde 1917 y que sería la causa de su muerte. Kafka dedicaba su tiempo libre a la escritura; publicó cuentos en diversas revistas, además de sus novelas: En la colonia penitenciaria, El fogonero, Un artista con hambre, etc. Pero no solo escribía para publicar, dejó varios diarios y mantenía una copiosa correspondencia, como era normal por la época.

Probablemente la más célebres de sus cartas fueron las dedicadas a su padre, Hermann Kafka, hombre duro y autoritario con el que su hijo nunca pudo tener una relación de afecto mutuo.

La historia cuenta que Franz había decidido casarse, Hermann no estaba de acuerdo con la boda de su hijo y él buscando un acercamiento con su padre le entrego a su madre, Julie Löwy, una carta de más de 100 páginas manuscritas muestra de la habilidad de Franz para la escritura, pero también de todas aquellas cosas que no se atrevía a decirle en persona a su padre, el cuál nunca supo de la existencia de la carta, pues su esposa nunca se la entregó, devolviéndosela a su hijo Franz.

Esta carta junto con otros escritos formó parte de todos los textos que Kafka quería que fueran quemadas a su muerte. Fue un hombre de carácter inseguro y ansioso, por lo que publicó una mínima parte de sus escritos y dejó la mayoría inconclusos.

Fue a Max Brod a quien confió borradores y adelantos de algunas de sus obras y fue a él a quien nombró albacea literario, en una carta le pide “Querido Max, mi última petición: todo lo que deje detrás de mí… en forma de diarios, manuscritos, cartas (propias y ajenas), bocetos, etc., debe ser quemado sin excepción y sin ser leído.” Para fortuna de la humanidad su deseo fue desoído.

Posterior a su muerte fueron publicados El proceso, El castillo y América, además de la ya citada Carta al padre, entre otros. Al no tener intenciones de publicarlas, las novelas se encuentra inconclusas, pero aun así son consideradas obras influyentes en la historia de la literatura. Las tres presentan los rasgos característicos de su obra: burocracia mecánica, temas industriales, fragmentación del sujeto, sistemas judiciales impersonales, trabajos despersonalizantes.

La palabra kafkiano se acuñó para abarcar todas las características del universo de Kafka, situaciones absurdas rayando en lo surrealista y atmósferas opresivas y adversas al individuo.

A pesar de las críticas y hacia el manejo de obra de Kafka por parte de Max Brod, es gracias a él que la obra se conservó y se difundió, ya que, con la invasión Nazi en Viena, Brod escapó del país llevándose la obra de Kafka.

Para ese tiempo sus padres ya habían muerto y sus hermanas murieron en los campos de concentración, por lo que la obra de Franz probablemente se habría perdido con ellas. De la misma forma en que otras grandes voces se apagaron en el silencio del anonimato, situación de lo más kafkiano posible.

 

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