OPINIÓN
La visita

Opinión, por Luis Manuel Robles Naya //
Finalmente se realizó la tan comentada visita a Washington del Presidente López Obrador, y fue tan meticulosamente instrumentada, que lograron evadir temas y temores y resultó un pulcro ejercicio de diplomacia con el cual se pudieron conseguir los objetivos de ambas partes, tanto los oficiales, como los particulares de cada Presidente, estos por supuesto, los más importantes.
No se trató de una visita de Estado, no tuvo tales formalidades, ni se puede decir que haya sido una reunión de trabajo, con agenda y temas pre establecidos, salvo la programación de eventos sociales y la charla de amigos entre los presidentes. Fue pues, una visita de cortesía, el pretexto, la puesta en marcha del TMEC como marco para la fotografía escrupulosamente planeada entre los dos.
Era y es evidente, que a Donald Trump le tiene sin cuidado el TMEC, ya introdujo en la negociación todo lo que quiso, como también es claro que la puesta en marcha del tratado no ameritaba la presencia de López Obrador ni la ornamental presencia de la corte de empresarios, esa nueva, y no tanto, mafia del poder. Lo que realmente interesaba al par de mandatarios era y es, el tema electoral.
Donad Trump está urgido del voto hispano, 36 millones de hispanoparlantes (Trump dixit) a los cuales tiene hoy que cortejar, pues la base que lo llevó al poder ha perdido solidez con la población de color y los trabajadores, y sus aspiraciones reeleccionistas peligran.
Por su parte López Obrador, lo que ve tambalearse es su proyecto transformador por los efectos de la pandemia y la ambigüedad de su política de desarrollo económico, gracias a lo cual se pronostica la más grave crisis en cien años, y sabe que necesita recomponer sus niveles de aprobación de cara a la elección de 2021, así como la revocación de mandato en 2022.
El intercambio de favores resultó conveniente para ambas partes y a ello se puede abonar el que no haya estado el tema del muro, ni por asomo en la agenda, y que los aranceles fueran cosa del pasado, Trump necesitaba palabras amables y las recibió. A cambio moderó su talante y entregó una pieza (César Duarte) que ayuda a reforzar la pieza fuerte del gobierno mexicano, la lucha anticorrupción, mientras que López Obrador fue por compromisos más de largo plazo para aminorar los efectos de la crisis que viene. No fue el azar el que puso en la mesa a grandes corporaciones norteamericanas, importantes en las ramas de medios, electrónica, agricultura y energía, entre ellas Sempra Energy con inversiones ya cuantiosas en México, hoy en pausa por las decisiones tomadas por autoridades mexicanas que causan, desconfianza e incertidumbre.
Para López Obrador valió la pena el riesgo de una gira en la que mucha gente no estaba de acuerdo, fue a buscar una salida para una situación que él no puede controlar del todo, mientras no genere la confianza que las inversiones necesitan para sentirse seguras. El TMEC no es la panacea, pero por el momento es la herramienta inmediata para una recuperación al ritmo de la economía estadounidense.
Fue pues una reunión diseñada para ganar ambas partes y decidieron apostar por las coincidencias para lograr los objetivos comunes. Por el momento, al parecer gana más el Presidente mexicano pues su causa es de más largo aliento y su crisis más profunda. Para el norteamericano es un asunto inmediato, oxígeno para su campaña y los compromisos que haya asumido tienen un horizonte definido en la elección de noviembre. Hasta ahí puede esperarse que los cumpla, después y en caso de ganar la reelección volverá a ser el mismo de siempre.
López Obrador tiene ante sí, tal vez los momentos más difíciles de su gobierno, perdiendo el apoyo de amplios segmentos sociales, con una pandemia que no habrá de ceder en el corto plazo y que traerá una cifra de muertos que superará cualquier tragedia que haya sufrido México, con indicadores económicos que registran ya 20 meses de caída, con reducción importante de ingresos a las arcas públicas y un gasto social creciente y demandante por las expectativas generadas en su discurso político electoral y además la más grande elección de su periodo, que él se ha encargado de convertir en un refrendo a su proyecto, claro que valía la pena arriesgarse a tragar sapos con una reunión como la acontecida.
La brillante actuación de la embajadora Bárcenas y el talento de Marcelo Ebrard lograron que se llevara a cabo en la normalidad diplomática y con una civilidad conveniente a los dos personajes. Se acredita el esfuerzo del Presidente por encontrar apoyos en los momentos adversos, sin embargo y desgraciadamente, no es suficiente.
A diferencia de otras crisis, ésta no viene de fuera y tampoco de allá vendrá la solución. Es tiempo de revisar, sin atavismos ideológicos, la estructura y funcionamiento de su gobierno, rectificar no es fracaso ni claudicación, los mexicanos comparten en su mayoría el diagnóstico y al igual que lo hizo con Trump, es necesario que empiece a construir alrededor de las coincidencias, sin anatemizar las diferencias.
NACIONALES
Llave al cuello

– Opinión, por Miguel Anaya
El Senado de la República nació para ser la cámara de la reflexión, el contrapeso, el espacio donde las decisiones se piensan dos veces antes de convertirse en ley. Desde su inicio en el siglo XIX, su existencia buscaba equilibrar al país: la Cámara de Diputados representaría la voz inmediata del pueblo y el Senado, con sus 128 integrantes, encarnaría la visión de más alto nivel de cada estado. En teoría, es la tribuna donde la política alcanza su forma más elevada.
La semana pasada, en lugar de argumentos, lo que retumbó fueron los gritos, acompañados de empujones y amenazas de riña dignas de vecindario enardecido. Lo que debía ser la cúspide del debate nacional se convirtió en un espectáculo más cercano a la arena de lucha libre que al foro legislativo más importante del país.
Conviene recordarlo: la tribuna del Senado no es un micrófono más. Es el escenario que, en teoría, proyecta al mundo la madurez política de México. Allí se han discutido tratados internacionales y reformas constitucionales que marcan generaciones. Y, sin embargo, lo que se ofreció al país no fue altura de miras, sino un espectáculo de pasiones mal encauzadas, una demostración de que, cuando falta el argumento, la violencia sale a flote.
Algunos dirán que la violencia parlamentaria es casi folclórica. En Italia se han lanzado sillas, en Corea martillos, en Taiwán agua y puños. La diferencia es que allá los incidentes son excepción; aquí amenazan con convertirse en método alterno de debate. Al paso que vamos, quizá convenga incluir guantes de box en el reglamento interno.
Lo ocurrido no es simple anécdota, sino síntoma. La violencia desde la tribuna envía un mensaje devastador: si en la Cámara alta se puede insultar y agredir, ¿qué freno queda para la sociedad? El Senado debería marcar la pauta de la civilidad, no reflejar lo peor del enojo social. La tribuna debería ser espejo de lo que aspiramos a ser, no caricatura de lo que tememos convertirnos.
Una máxima, atribuida a distintos autores, menciona que “la violencia comienza cuando la palabra se agota.” En México, la palabra parece agotarse antes incluso de ser pronunciada. Otra frase importante, acuñada por Carlos Castillo Peraza dice: “La política no es una lucha de ángeles contra demonios, sino que debe partir del fundamento de que nuestro adversario político es un ser humano.” Ambas enseñanzas se han olvidado en el legislativo.
Lo más preocupante no es la escena del zafarrancho, sino lo que significa: que en el recinto diseñado para contener pasiones se desbordan las más bajas. Que en la cámara que debía representar la inteligencia del Estado se normaliza la torpeza del insulto. Y que, en la tribuna donde deberían hablar las mejores voces de la nación, se escuchan ecos de cantina.
El Senado no merece ser burla internacional. Mucho menos lo merece el país que lo sostiene. La dignidad de esa Cámara no depende de los mármoles que la adornan, sino de la altura de quienes la ocupan. Y si los legisladores no alcanzan el nivel que la historia les exige, quizá haya que recordarles que la tribuna no les pertenece: pertenece a los ciudadanos que todavía, ingenuos, tercos o soñadores, confían en que la democracia se discutirá con ideas, no con empujones.
En conclusión, lo que vimos en el Senado no es un accidente aislado, sino el retrato incómodo de una clase política que confunde el poder con la prepotencia (¡qué raro!) y la representación con la bravuconería. La patria necesita llaves que abran el diálogo, no llaves al cuello.
JALISCO
Política opaca en Jalisco

– Luchas Sociales, por Mónica Ortiz
La corrupción es un mal que aqueja a nuestro país. Se posiciona en un estatus de privilegio y poder, y se crea y crece mediante la simulación política. Los escándalos alrededor de personajes con privilegios no merecidos, que viven de lo heredado y que lideran grupos políticos para agrupar a su gente en lugares clave, nunca han traído ni traerán ningún beneficio a la sociedad. Por el contrario, son grupos poderosos que por años mantienen su dominio sin buscar el beneficio de la comunidad.
En México, la corrupción de la clase política es un tema grave. Aunque la solución existe bajo el concepto de la ética e integridad en el servicio público, que dan como resultado buenas prácticas y transparencia, erradicar las malas prácticas y simulaciones de los gobiernos y de la clase política es una labor conjunta de la sociedad y una cuestión de conciencia individual.
Actualmente, Movimiento Ciudadano gobierna Jalisco y enfrenta dos situaciones de pago de nómina y contratación opaca, temas de corrupción que deben ser tratados por su nombre y con sus consecuencias. El combate a los actos de corrupción es un deber y una obligación de la sociedad y de los gobiernos en turno.
Ahora, se expone en redes sociales y medios de comunicación el caso de la exalcaldesa del municipio de San Pedro Tlaquepaque, María Elena Limón, quien cobra en la nómina del Gobierno del Estado la cantidad de setenta y ocho mil pesos mensuales. Además de ser un acto de corrupción, estos son salarios que en este país superan por mucho el promedio, que es de doce a quince mil pesos para la clase trabajadora.
Mientras un gran sector marginado de la clase trabajadora gana un salario mínimo de 278 pesos diarios e intenta vivir con él en un Jalisco caro en impuestos y servicios, la exalcaldesa gana 2 mil 600 pesos diarios. Este personaje político, con liderazgo en el municipio, goza del privilegio de ganar casi diez salarios mínimos al día, quizás porque en etapa electoral puede aportar votos y por su posición política dentro del partido Movimiento Ciudadano.
Habría que sumarle a este caso el de la exconductora de televisión Elizabeth Castro, quien también en esta administración cobraba en el SIAPA sin perfil técnico ni asistencia. En este caso reciente, falta observar su proceso de jubilación en Pensiones del Estado para transparentar y constatar que, si bien ya no puede figurar en nómina gubernamental, su ventaja política no se mantenga con una pensión dorada.
Sin duda, estos son dos casos de corrupción e impunidad que deben salir a la luz pública. Erradicar políticas como estas y ser gobiernos congruentes con la realidad y con el combate a la corrupción es la única manera de mantener una percepción social sana.
La sociedad ha cambiado en las últimas tres décadas; ya no idolatra a los políticos, ahora exige gobiernos abiertos y transparentes. Por lo tanto, debe ser decisivo que los gobiernos y partidos actuales erradiquen viejas y nefastas prácticas. Intentar perpetuar liderazgos con favores políticos, nombramientos por amistad o estrategia, y permitir que personajes cobren salarios absurdos sin trabajar, son actos de corrupción y sin defensa. Esta política gubernamental opaca y contradictoria demuestra que los privilegios son producto de la corrupción, no del mérito.
Pero esto no para aquí, estimado lector. Mientras existan escándalos y señalamientos de estas prácticas que desvirtúan la política jalisciense y a los gobiernos en turno, deberemos poner especial atención en la lista de personas que cobran nóminas jugosas del erario público a cambio de situaciones opacas o estatutos incomprensibles para la sociedad. Estos son, además, actos de abuso y corrupción.
Demandar que los gobiernos se comprometan con la transparencia y la rendición de cuentas es un derecho. Evaluar si un acto que genera opacidad es un aviso de una administración corrupta debe darnos la capacidad de analizar las próximas campañas electorales. Es nuestro deber premiar o castigar a los partidos y grupos políticos, ya que ellos no tienen el verdadero poder del cambio, sino el votante.
Es importante que todo lo que tenga tinte de corrupción salga a la luz y que quienes se benefician de ella no tengan regreso a los gobiernos de nuestro Jalisco. La exigencia social es lo que debe encarrilar a los gobiernos que pretenden simular y gastar el presupuesto público para mantener favores.
Jalisco tiene un cúmulo de necesidades, entre ellas la transparencia y la rendición de cuentas. Es fundamental que los gobiernos y la clase política comprendan que están en esos puestos por el favor del voto, no para atender favores de terceros.
NACIONALES
El ocaso del rebelde

– Opinión, por Iván Arrazola
El poder, ese viejo escenario donde se forjan héroes y se consumen rebeldes, suele desnudar la verdadera esencia de quienes lo alcanzan. A lo largo de la historia, ha sido capaz de transformar ideales en privilegios y convicciones, en concesiones.
En México, pocos casos ilustran mejor esta metamorfosis que el de Gerardo Fernández Noroña: el opositor combativo que enarbolaba la rebeldía como bandera y que, con el tiempo, terminó convertido en el mismo tipo de político al que solía denunciar.
En este sentido, desde sus tiempos como opositor, lo que dio a conocer al senador Fernández Noroña fue su actitud combativa y su rebeldía. Era el tipo de político capaz de hacer una huelga de hambre ante una decisión injusta del gobierno, el personaje que abiertamente criticaba los excesos de la vieja clase política: sus privilegios, sus viajes y el lujo en el que vivían.
Esa faceta crítica y contestataria la expresó también en episodios como su negativa a pagar el IVA en los supermercados, acciones que ponían en aprietos a trabajadores que, en realidad, poco podían hacer para cambiar los precios.
Sin embargo, todo cambió cuando López Obrador lo incluyó entre las llamadas corcholatas presidenciales. A partir de ese momento, el activismo callejero que había caracterizado a Fernández Noroña se transformó. De la noche a la mañana, subió varios peldaños y se convirtió en parte de la nueva élite política.
Así, cuando fue nombrado presidente de la Mesa Directiva del Senado, su estilo ya no fue el de un perfil austero. Los viajes en primera clase, las salas premier en aeropuertos y los vehículos de lujo pasaron a ser parte de su nueva realidad. Paradójicamente, el mismo político que antes presumía su cercanía con el pueblo y despreciaba a los elitistas, pronto cayó en excesos inconcebibles para alguien que se asumía contestatario. Incluso utilizó al Senado como espacio para exigir que un ciudadano se disculpara públicamente por haberlo insultado en un aeropuerto.
El contraste es aún más evidente si se recuerda que durante años criticó la corrupción de panistas y priistas, y denunció las injusticias contra el pueblo. Ahora, en cambio, mostró una sorprendente falta de sensibilidad.
Respecto al rancho de Teuchitlán, Jalisco, por ejemplo, minimizó la gravedad de lo ocurrido al afirmar que solo se trataba de cientos de pares de zapatos, negando que hubiera indicios de reclutamiento o atrocidades. En otros tiempos, probablemente habría exigido justicia y acompañado a las víctimas.
De igual modo, cuando surgieron señalamientos contra el coordinador de su bancada por vínculos de su secretario de seguridad con el crimen organizado, Noroña llegó incluso a cuestionar la existencia del grupo criminal involucrado. En otra época habría pedido el desafuero del implicado; hoy, en su nueva faceta, resulta difícil imaginarlo asumiendo una postura crítica.
No obstante, sus últimos días como presidente del Senado estuvieron marcados por un cúmulo de escándalos. Investigaciones periodísticas revelaron que era dueño de una casa de 12 millones de pesos.
Aunque intentó justificar la compra con un crédito, sus ingresos como senador y las supuestas ganancias de su canal de YouTube, rápidamente especialistas desmintieron que pudiera generar los 188 mil pesos que asegura el senador. Con soberbia, declaró: “Yo no tengo ninguna obligación personal de ser austero”. Incluso se ventiló que recibe donaciones ilegales a través de sus transmisiones en redes sociales.
En ese torbellino de acusaciones ocurrió un episodio que pudo haberle devuelto algo de legitimidad, pero que terminó mostrando que se trata de un político que vive el privilegio: el enfrentamiento con el líder nacional del PRI. Aunque al principio la conversación mediática giró hacia la agresión que sufrió junto a uno de sus colaboradores, el caso pronto escaló.
El Ministerio Público acudió de inmediato al Senado a tomarle declaración, mientras miles de personas comunes siguen sin obtener justicia pronta y expedita. Esa diferencia de trato encendió aún más las críticas.
La polémica creció cuando la jefa del Estado intervino, acusando a Alejandro Moreno y a la oposición de actuar como porros. En lugar de llamar a la prudencia y a la concordia, reforzó la confrontación y desvió la atención al señalar que la prensa se fijaba más en la casa de Noroña que en las acusaciones de la DEA contra García Luna.
El caso de Fernández Noroña ilustra crudamente lo que sucede cuando los principios se subordinan al poder, ya sea porque este transforma a las personas o porque desde el inicio solo fue una estrategia para alcanzarlo. Hoy, las condenas a la violencia en el Senado son unánimes.
Lo que no parece merecer la misma indignación es la incongruencia. El régimen insiste en convencerse a sí mismo de que “no son iguales”, pero en los hechos muestran que sí lo son o, lo más inquietante, que pueden incluso superar a aquello que juraron combatir.