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NACIONALES

La Constitución inconstitucional

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Opinión, por Salvador Romero Espinosa //

En estricto sentido, todas las normas constitucionales deberían de tener la misma valía, pues dentro de la Constitución no existe un valor asignado a cada norma o artículo, ni tampoco un parámetro pre-establecido que sirva para determinar cuál norma constitucional es más importante y cuál menos importante.

Lo anterior es así porque -teóricamente- a una Constitución únicamente se deben incorporar las normas que se consideran indispensables para blindar el pacto social que un pueblo decide fijarse a sí mismo y que, por regla general, son normas que se consideran inmutables, al menos en cuanto a su fondo.

Sin embargo, si llegare a existir un conflicto entre normas constitucionales, debe de ser el Poder Judicial de la Federación, a través de ejercicios de ponderación e interpretación jurídica (muy complejos de realizar, por cierto) quien determine cuál norma constitucional tiene mayor peso o preponderancia en cada caso concreto, tomando como parámetro los derechos humanos, los tratados internacionales y la congruencia e importancia de la norma que debe de prevalecer.

En ese contexto, cabe señalar que existen constituciones como la de los Estados Unidos de Norteamérica que, en sus casi 240 años de existencia, apenas ha tenido 27 enmiendas o reformas (en promedio una reforma casi cada 9 años) y, en otro extremo, existen constituciones como la mexicana, que ha sufrido alrededor de 600 reformas en poco más de 100 años (en promedio casi 6 reformas por año).

Así las cosas, es evidente que nuestra Carta Magna ha sido profundamente «manoseada» cada sexenio y cada vez es más difícil identificar cuáles de sus normas son realmente necesarias e inmutables, y cuáles obedecen a caprichos del momento o a cuestiones adjetivas cuya modificación o derogación sería irrelevante para nuestro pacto social.

En consecuencia, al menos en teoría, no nos debería de espantar tanto que se pretenda reformar nuevamente la Constitución por una coalición de partidos que parece haber logrado una artificial e ilegítima (pero «constitucional») mayoría calificada en ambas cámaras del Congreso de la Unión.

Sin embargo, lo preocupante de estas reformas que se pretenden aprobar por la nueva Legislatura -todavía dentro del sexenio del presidente López Obrador-, es que están tocando fibras muy sensibles de nuestra Constitución que podrían modificar sustancialmente el principio de división de poderes, de contrapesos institucionales y de tutela de derechos fundamentales, que constituyen premisas vitales para que nuestra democracia pueda seguir siendo considerada como tal, de acuerdo a los parámetros internacionales a los cuales nos encontramos comprometidos como Nación, concretamente por los artículos 8 y 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Para entender mejor la gravedad de estas reformas propuestas vale la pena señalar que en la doctrina jurídica y constitucionalista existe la teoría de las «cláusulas pétreas», que han sido definidas como las normas constitucionales que no deberían ser modificadas tan fácilmente como otras, pues se consideran las piedras angulares de una Nación, fundamentales y difíciles de mover. 

Así las cosas, el objetivo de dichas «cláusulas pétreas» es proteger los derechos fundamentales, la forma de gobierno y otros principios básicos de un país, sin embargo, dado que dichas cláusulas no se encuentran identificadas expresamente o con claridad dentro de nuestra Constitución, actualmente es igual de «fácil» borrar una coma que desaparecer por completo al Poder Judicial, que es más o menos el riesgo que estamos enfrentando actualmente.

En otras palabras, de acuerdo a nuestra Constitución, las mayorías calificadas del Congreso pueden, si así lo desean, establecer que la persona que ocupe la presidencia de la República pueda reelegirse todas las veces que pueda; que el mandato presidencial pasara de durar 6 años a 50 años; que desapareciera la Federación y convertir las 32 entidades federativas  en simples cantones; o, incluso, reestablecer la pena de muerte a todas las personas que critiquen al gobierno en turno, por poner algunos ejemplos.

Esa es la gravedad de la situación actual, donde al parecer la coalición que tiene las mayorías calificadas no pretende reconocer  cláusulas pétreas dentro de nuestra Constitución y pretende, tan solo en su primer mes, acabar con el Poder Judicial independiente y destruir a los organismos constitucionales autónomos -como los institutos de transparencia-, a pesar de lo grave que ello sería para nuestro Estado de Derecho, nuestros derechos fundamentales, nuestras libertades individuales y nuestra democracia, lo cual, por supuesto, iría en contra de los tratados internacionales y de la esencia misma de la propia Constitución.

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1 Comment

1 Comments

  1. JOSE LUIS MAGDALENO

    8 de septiembre de 2024 at 20:49

    CARAY, NO COMPRENDO QUE ES LO QUE ESTE PONENTE ENIENDE POR DEMOCRACIA, EL PUEBLO VOTO Y YA.

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JALISCO

Espejismos presidenciales y circo legislativo

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– Conciencia con Texto, por José Carlos Legaspi Íñiguez

En circunstancias diferentes el informe de la presidente debiera arrojar luces más de lo que se avecina que de lo pasado. Los informes presidenciales fueron, en momentos de euforia post revolucionaria, verdaderas “fiestas” donde el presidente en turno era el bebé del bautizo, la novia de la boda y el muerto del funeral.

El triunfalismo presidencial era una manera de ensalzar el ego, de por sí inflado, del mandatario en turno, al que le quemaban incienso los lamebotas de su partido, los beneficiados con obras y servicios, algunos sectores de la prensa y no pocos de la oposición.

Eran los días de los “grandes logros” que los presidentes creaban. No les importaba maquillar cifras y magnificar minucias. Cumplir con su obligación; desempeñar su responsabilidad se convirtió en una ceremonia de auto lisonjas, de “espejito, espejito”, con selectos aplaudidores invitados del partido en el poder y representantes sociales.

La farsa de cada informe fue desenmascarada por la realidad. Los periodistas que se atrevieron a cuestionar los miles de “logros” fueron desestimados (ni los oigo ni los veo, dijo una vez Salinas); fueron también perseguidos, amenazados, algunos muertos o desaparecidos.

El origen de los informes presidenciales, dicen fue una legítima reclamación de ciudadanos para conocer en qué se emplean los recursos económicos, principalmente, pero se tergiversó su fin para convertirse en “el día del presidente”.

¿Qué se espera del informe de la presidente Claudia Sheinbaum? Lo que escasamente se ha dicho en todos y cada uno de los informes: datos verdaderos, sin triunfalismos. Que reflejen “la realidad real” y no la felicísima de quienes detentan el poder y tienen su propio cristal para mirarla y hacernos creer que es la única y verdadera.

Como lo más probable es que siga la tradición de tener un país visto desde el olimpo y otro desde los arrabales, el informe de la presidente solo servirá para tratar de leer entre líneas lo que acontece y muy poco para entender lo que nos depara el próximo destino, hasta el año entrante.

Mientras tanto, sigue el chismorreo sobre el zafarrancho en el Senado. A los mexicanos poco nos asustan esas “caídas” del pancracio político. Las cachetadas guajoloteras de Alito a Fernández Noroña y asociados solo constatan lo que ya se sabía: que los legisladores, de las dos cámaras, siguen en su empecinamiento de echar a perder al país.

Ya con leyes que desmantelan al país, ya con dimes y diretes de la más baja estofa que muestran a los “representontos” de un país de ítems. El nivel de los senadores implicados en el mitote de los aventones es el que desde hace unos años se ha manifestado en la cámara alta y no pocas veces en la baja.

A Gerardo Fernández Noroña le cayó “como anillo al dedo” este distractor. Para hacerse la víctima y capotear la tormentosa andanada de informaciones sobre su súbito e inexplicable enriquecimiento que le permite, ostentosamente, sin recato y menos escrúpulos, pasear en clase VIP en aviones a Europa y tener una finca de valuada en 12 millones de pesos que, para un potentado o próspero empresario es poco, pero mucho para el pobretón que siempre dijo ser.

No para este individuo que, cuando era oposición, vociferaba, gritaba y condenaba a los políticos enriquecidos gracias a los “bisnes” y “lana” que les llegan merced a sus puestos gubernamentales.

Sobran videos de esa pose de Noroña quien, cínicamente, dice que “tiene derecho” a los lujos, a los excesos que antes condenó. Ni sus compañeros de partido lo soportan. Tienen que defenderlo porque van todos en el mismo paquete.

Incluso la presidente se atrevió a comentar a su favor y llamar “porros” a los involucrados en el zafarrancho. En automático, la oposición sacó fotos, videos e informaciones sobre los “otros porros” de la UNAM, muchos de los cuales hoy gobiernan a este país.

Mientras tanto, el defensor de la virginidad del Senado, Ricardo Monreal, con el “Jesús en la boca” y casi invocando al “ave María” salió dándose golpes de pecho a lamentar que las cachetadas guajoloteras, aventones e insultos “le dieron la vuelta al mundo”, infiriendo que hay una vergüenza entre los senadores por el escándalo, más no por su pobre desempeño y baja productividad. Eso sí, es una vergüenza, pero como no hay gritos ni sombrerazos, logran eludirla con gran desfachatez.

Acá en Jalisco no hay novedad en el frente: las lluvias siguen inundando a la ciudad; el transporte público sigue hundido —el privado y el público— y solo hay ocurrencias de contraflujos, sin que se adviertan medidas de fondo. Los gobernantes rezan para que ya pase el temporal y que el aguante de los usuarios del transporte siga sin protesta alguna.

Al gobernador Lemus le dieron su lección de aritmética: “primero es el cuatro que el cinco”, en alusión al retraso que sufre la línea 4 del Tren Ligero. El 5 es el transporte que tiene preocupado al gobernador por el “qué dirán” los cientos de miles de turistas futboleros que se apostarán en estos lares por el Mundial de Futbol. Un 5 protestado, rechazado y muy criticado, por cierto.

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NACIONALES

Llave al cuello

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– Opinión, por Miguel Anaya

El Senado de la República nació para ser la cámara de la reflexión, el contrapeso, el espacio donde las decisiones se piensan dos veces antes de convertirse en ley. Desde su inicio en el siglo XIX, su existencia buscaba equilibrar al país: la Cámara de Diputados representaría la voz inmediata del pueblo y el Senado, con sus 128 integrantes, encarnaría la visión de más alto nivel de cada estado. En teoría, es la tribuna donde la política alcanza su forma más elevada.

La semana pasada, en lugar de argumentos, lo que retumbó fueron los gritos, acompañados de empujones y amenazas de riña dignas de vecindario enardecido. Lo que debía ser la cúspide del debate nacional se convirtió en un espectáculo más cercano a la arena de lucha libre que al foro legislativo más importante del país.

Conviene recordarlo: la tribuna del Senado no es un micrófono más. Es el escenario que, en teoría, proyecta al mundo la madurez política de México. Allí se han discutido tratados internacionales y reformas constitucionales que marcan generaciones. Y, sin embargo, lo que se ofreció al país no fue altura de miras, sino un espectáculo de pasiones mal encauzadas, una demostración de que, cuando falta el argumento, la violencia sale a flote.

Algunos dirán que la violencia parlamentaria es casi folclórica. En Italia se han lanzado sillas, en Corea martillos, en Taiwán agua y puños. La diferencia es que allá los incidentes son excepción; aquí amenazan con convertirse en método alterno de debate. Al paso que vamos, quizá convenga incluir guantes de box en el reglamento interno.

Lo ocurrido no es simple anécdota, sino síntoma. La violencia desde la tribuna envía un mensaje devastador: si en la Cámara alta se puede insultar y agredir, ¿qué freno queda para la sociedad? El Senado debería marcar la pauta de la civilidad, no reflejar lo peor del enojo social. La tribuna debería ser espejo de lo que aspiramos a ser, no caricatura de lo que tememos convertirnos.

Una máxima, atribuida a distintos autores, menciona que “la violencia comienza cuando la palabra se agota.” En México, la palabra parece agotarse antes incluso de ser pronunciada. Otra frase importante, acuñada por Carlos Castillo Peraza dice: “La política no es una lucha de ángeles contra demonios, sino que debe partir del fundamento de que nuestro adversario político es un ser humano.” Ambas enseñanzas se han olvidado en el legislativo.

Lo más preocupante no es la escena del zafarrancho, sino lo que significa: que en el recinto diseñado para contener pasiones se desbordan las más bajas. Que en la cámara que debía representar la inteligencia del Estado se normaliza la torpeza del insulto. Y que, en la tribuna donde deberían hablar las mejores voces de la nación, se escuchan ecos de cantina.

El Senado no merece ser burla internacional. Mucho menos lo merece el país que lo sostiene. La dignidad de esa Cámara no depende de los mármoles que la adornan, sino de la altura de quienes la ocupan. Y si los legisladores no alcanzan el nivel que la historia les exige, quizá haya que recordarles que la tribuna no les pertenece: pertenece a los ciudadanos que todavía, ingenuos, tercos o soñadores, confían en que la democracia se discutirá con ideas, no con empujones.

En conclusión, lo que vimos en el Senado no es un accidente aislado, sino el retrato incómodo de una clase política que confunde el poder con la prepotencia (¡qué raro!) y la representación con la bravuconería. La patria necesita llaves que abran el diálogo, no llaves al cuello.

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NACIONALES

El ocaso del rebelde

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– Opinión, por Iván Arrazola

El poder, ese viejo escenario donde se forjan héroes y se consumen rebeldes, suele desnudar la verdadera esencia de quienes lo alcanzan. A lo largo de la historia, ha sido capaz de transformar ideales en privilegios y convicciones, en concesiones.

En México, pocos casos ilustran mejor esta metamorfosis que el de Gerardo Fernández Noroña: el opositor combativo que enarbolaba la rebeldía como bandera y que, con el tiempo, terminó convertido en el mismo tipo de político al que solía denunciar.

En este sentido, desde sus tiempos como opositor, lo que dio a conocer al senador Fernández Noroña fue su actitud combativa y su rebeldía. Era el tipo de político capaz de hacer una huelga de hambre ante una decisión injusta del gobierno, el personaje que abiertamente criticaba los excesos de la vieja clase política: sus privilegios, sus viajes y el lujo en el que vivían.

Esa faceta crítica y contestataria la expresó también en episodios como su negativa a pagar el IVA en los supermercados, acciones que ponían en aprietos a trabajadores que, en realidad, poco podían hacer para cambiar los precios.

Sin embargo, todo cambió cuando López Obrador lo incluyó entre las llamadas corcholatas presidenciales. A partir de ese momento, el activismo callejero que había caracterizado a Fernández Noroña se transformó. De la noche a la mañana, subió varios peldaños y se convirtió en parte de la nueva élite política.

Así, cuando fue nombrado presidente de la Mesa Directiva del Senado, su estilo ya no fue el de un perfil austero. Los viajes en primera clase, las salas premier en aeropuertos y los vehículos de lujo pasaron a ser parte de su nueva realidad. Paradójicamente, el mismo político que antes presumía su cercanía con el pueblo y despreciaba a los elitistas, pronto cayó en excesos inconcebibles para alguien que se asumía contestatario. Incluso utilizó al Senado como espacio para exigir que un ciudadano se disculpara públicamente por haberlo insultado en un aeropuerto.

El contraste es aún más evidente si se recuerda que durante años criticó la corrupción de panistas y priistas, y denunció las injusticias contra el pueblo. Ahora, en cambio, mostró una sorprendente falta de sensibilidad.

Respecto al rancho de Teuchitlán, Jalisco, por ejemplo, minimizó la gravedad de lo ocurrido al afirmar que solo se trataba de cientos de pares de zapatos, negando que hubiera indicios de reclutamiento o atrocidades. En otros tiempos, probablemente habría exigido justicia y acompañado a las víctimas.

De igual modo, cuando surgieron señalamientos contra el coordinador de su bancada por vínculos de su secretario de seguridad con el crimen organizado, Noroña llegó incluso a cuestionar la existencia del grupo criminal involucrado. En otra época habría pedido el desafuero del implicado; hoy, en su nueva faceta, resulta difícil imaginarlo asumiendo una postura crítica.

No obstante, sus últimos días como presidente del Senado estuvieron marcados por un cúmulo de escándalos. Investigaciones periodísticas revelaron que era dueño de una casa de 12 millones de pesos.

Aunque intentó justificar la compra con un crédito, sus ingresos como senador y las supuestas ganancias de su canal de YouTube, rápidamente especialistas desmintieron que pudiera generar los 188 mil pesos que asegura el senador. Con soberbia, declaró: “Yo no tengo ninguna obligación personal de ser austero”. Incluso se ventiló que recibe donaciones ilegales a través de sus transmisiones en redes sociales.

En ese torbellino de acusaciones ocurrió un episodio que pudo haberle devuelto algo de legitimidad, pero que terminó mostrando que se trata de un político que vive el privilegio: el enfrentamiento con el líder nacional del PRI. Aunque al principio la conversación mediática giró hacia la agresión que sufrió junto a uno de sus colaboradores, el caso pronto escaló.

El Ministerio Público acudió de inmediato al Senado a tomarle declaración, mientras miles de personas comunes siguen sin obtener justicia pronta y expedita. Esa diferencia de trato encendió aún más las críticas.

La polémica creció cuando la jefa del Estado intervino, acusando a Alejandro Moreno y a la oposición de actuar como porros. En lugar de llamar a la prudencia y a la concordia, reforzó la confrontación y desvió la atención al señalar que la prensa se fijaba más en la casa de Noroña que en las acusaciones de la DEA contra García Luna.

El caso de Fernández Noroña ilustra crudamente lo que sucede cuando los principios se subordinan al poder, ya sea porque este transforma a las personas o porque desde el inicio solo fue una estrategia para alcanzarlo. Hoy, las condenas a la violencia en el Senado son unánimes.

Lo que no parece merecer la misma indignación es la incongruencia. El régimen insiste en convencerse a sí mismo de que “no son iguales”, pero en los hechos muestran que sí lo son o, lo más inquietante, que pueden incluso superar a aquello que juraron combatir.

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