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OPINIÓN

Inseguridad y política

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Opinión, por Luis Manuel Robles Naya //

El Gobierno de la República y la comentocracia, han convertido el asunto de la inseguridad en un tema político. El presidente aduciendo que se trata de propaganda de sus adversarios, y sus críticos señalando el fracaso de la estrategia y oponiéndose a la militarización de la guardia nacional.

Ambas partes están mal, y no es de extrañar por la polarización que ha distinguido el discurso y la estrategia gubernamental, pero la sociedad no puede seguir siendo rehén de sus disputas estériles, ricas en críticas y carentes de soluciones.

Durante sexenios se ha experimentado con el incremento de las fuerzas del Estado, sean civiles o militares, cambiándolas de adscripción y dotándolas de facultades y recursos, sin continuidad en la estrategia. El éxito se ha pretendido medir en con el número de capos encarcelados o muertos, y las toneladas de droga destruidas o decomisadas.

Hoy erróneamente han decidido que el número de asesinatos dolosos sea el referente y la disminución de los delitos de bajo impacto, mientras niegan que la presencia del crimen esté generalizándose en aspectos como el cobro de piso y el control territorial.

Como Estado, están fallando en el diagnóstico y en la unidad de medida, pues el foco no son los delitos sino las amenazas a la gobernabilidad, a la estabilidad social, a la integridad territorial y la vigencia del estado de derecho. El gobierno parece no darse cuenta que estamos en el síndrome de la ventana rota y que se está generalizando la rotura de cristales.

La violencia de semanas anteriores, que niegan sean concertadas y aseveran que son reacciones aisladas, lo que debe demostrarles es que ya hay muchos rompiendo cristales y que lo hacen impunemente.

Como sociedad crítica, estamos fallando en la esencia del debate, pues no es la militarización el punto sino los límites, pues es un hecho que los cárteles han adquirido tal potencia de fuego y armamento, que no hay corporación civil que pueda enfrentarlos con éxito.

Tampoco es como el presidente dice, que hay que aprovechar los cientos de miles de soldados que se tienen, si su solución es el aumento de su presencia como ilusa presión disuasiva y la construcción de cuarteles, cuando debiera pensarse en dejar a los militares pensar en términos de guerra contra un enemigo que se tiene identificado y ubicado territorialmente.

En cada conferencia de prensa después de un hecho de alto impacto, se da el nombre del cartel implicado, de sus presuntos líderes y de las plazas en la que tienen presencia y las que se disputan, por lo que resulta inexplicable que sabiéndolo no vayan por ellos.

Esto da lugar a la natural sospecha cuya expresión el Poder Ejecutivo interpreta como ataque y politiza y encona el ambiente refugiándose en una estadística falaz y engañosa, mientras se ocultan los datos que hablan del fracaso.

En el informe anual que la Guardia Nacional envió al Senado a inicios de este año, según lo pública Alejandro Hope en El Universal, la guardia indica que en 2021 contó con 99 mil elementos operativos de un total de 113,833 efectivos y con ese personal logró la detención de 8,258 personas y derivado de sus trabajos de inteligencia detuvo a 14 personas más, poniendo otras 50 a disposición del MP por delitos contra la salud, operaciones con recursos de procedencia ilícita y conexos; desarticuló 6 bandas dedicadas a cometer delitos del orden federal, liberó a 21 víctimas de secuestro y puso a disposición a 6 personas por homicidio doloso, así como realizó 11 operativos para liberación de víctimas. Con esos números, ridículos, se tiene que preguntar: ¿Qué hace la Guardia Nacional con tanto recurso y elementos? Y de qué sirve que se militarice oficialmente pues de hecho ya está.

La otra vertiente de la estrategia presidencial, tendiente a disminuir el reclutamiento de jóvenes por la delincuencia organizada, a través de becas, también el fracaso es evidente. Pese a la sangría que representa para las arcas nacionales, no existe un elemento de referencia que permita decir que ha funcionado; los mecanismos de evaluación son deficientes o no existen y fuera de este programa no existen políticas públicas que puedan prevenir o impedir el reclutamiento.

De hecho, ni siquiera está tipificado como delito pese a que “en 2019 el Estado se comprometió a la detección y prevención del reclutamiento de niñas, niños y adolescentes como parte del plan de acción 2019-2024 de México en Alianza Global, para poner fin a la violencia contra la niñez” (Milenio, agosto 16, Entre drogas y asesinatos).

El hecho es que la inseguridad y su combate se ha vuelto una lid política en la que la discusión no es sobre la militarización o no de una Guardia Nacional que es más forma que contenido, sino sobre si existe la real determinación de atacar frontalmente el problema de la inseguridad, que no radica en la cantidad de homicidios cometidos, sino en el crecimiento de organizaciones y grupos que le disputan al Estado su dominio en el territorio nacional.

Podrán decir que solo están apedreando ventanas, o incendiando OXXOs, pero no dicen lo mismo de comerciantes a los que cobran derecho de piso, mineros, productores agrícolas, pescadores, que tienen que pagar plaza para poder comercializar sus productos. ¿Y la Guardia Nacional? bien, gracias.

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1 Comment

1 Comments

  1. Héctor Barragán

    22 de agosto de 2022 at 10:55

    Extraordinaria percepción de inseguridad y los destinos del gobierno. Felicidades Lic. Robles. Abrazo fraterno!

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CARTÓN POLÍTICO

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Buscan cubrir a AMLO en actos de corrupción

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NACIONALES

Buscan cubrir a AMLO en actos de corrupción

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– De Primera Mano, por Francisco Javier Ruiz Quirrín

UNA DE LAS evidencias de que el sistema político del México de nuestros días es parecido al PRI hegemónico de hace 50 años es el combate a la corrupción de acuerdo a intereses políticos del grupo en el poder, con una gran diferencia ahora: Los funcionarios de primer nivel son intocables.

No hubo un solo presidente de la república de aquel viejo PRI, que no impusiera su voluntad y enviara un mensaje a la clase política de que había un nuevo líder en Los Pinos. Las demostraciones incluían cárcel para figuras de alto nivel. Así, estuvieron tras las rejas el senador Jorge Díaz Serrano, director de PEMEX, con el presidente José López Portillo, varios gobernadores y hasta un hermano del presidente Carlos Salinas, Raúl.

A partir del año 2018, el hombre que tuvo como lema de campaña presidencial el ataque a la corrupción, Andrés Manuel López Obrador, en los hechos cubrió a los corruptos de primerísimo nivel.

Solo dos botones de muestra: Ignacio Ovalle Fernández, director de SEGALMEX, y Manuel Bartlett Díaz, director de la Comisión Federal de Electricidad. Aplicó la máxima de Benito Juárez: “A los amigos, perdón y gracia; a los enemigos, la ley a secas”.

Entre los enemigos actuó contra Emilio Lozoya, director de PEMEX con el presidente Peña Nieto, acusado de haber recibido sobornos de una empresa petrolera del Brasil, pero al final del día su gobierno acordó y el acusado está en casa.

El cinismo de AMLO incluyó su admisión de la existencia de corrupción en Segalmex, cuyo desfalco rebasó los 15 mil millones de pesos, pero justificó a Ovalle diciendo que este último “había sido engañado por sus subalternos”.

Increíble lo anterior, sobre todo para quien, durante una “mañanera” del año 2019, aseguraba que no hay persona mejor informada que el presidente de la república y que si había corrupción entre los funcionarios, “era porque el jefe, el presidente, estaba enterado”.

En los días que vivimos, el caso del “huachicol fiscal” operado por altos mandos de la Marina Armada de México nos pone sobre la mesa la enorme probabilidad de que no solo el general secretario del ramo con López Obrador, sino también este último, pudieran haber sido enterados y haber permitido el enorme peculado.

Imposible no reparar en las declaraciones del titular de la Fiscalía General de la República, Alejandro Gertz Manero, quien el pasado domingo declaró que Rafael Ojeda Durán, titular de la Marina en el sexenio obradorista, había denunciado “problemas” y que por ese motivo la Fiscalía General de la República se había adentrado en la investigación que hoy tiene por resultado la persecución de cuando menos 200 personas, entre militares, servidores públicos y empresarios.

Los hechos sobre tal ilícito empezaron a trascender a los altos mandos militares cuando Rubén Guerrero Alcántar, vicealmirante y exdirectivo de una aduana en Tamaulipas, redactó una carta que llegó a manos del general secretario Ojeda Durán, en la que señalaba directamente a Manuel Roberto y Fernando Farías Laguna, de encabezar una red de “huachicoleo fiscal”.

Los hermanos Farías, originarios de Guaymas, Sonora, son sobrinos de Ojeda Durán. Guerrero Alcántar fue asesinado el 8 de noviembre del 2024 en Manzanillo, Colima. El volcán de corrupción denunciado hizo erupción al descubrirse un buque con diez millones de litros de combustible introducido sin pagar impuestos en Tampico, Tamaulipas, el pasado mes de mayo, seguido de otros descubrimientos similares en Ensenada, Baja California, y el trascendido de que ese combustible había tocado la bahía de Guaymas en Sonora.

En sus declaraciones sobre el tema, Gertz Manero subrayó que cuando el general secretario Ojeda denunció “problemas en la Marina”, lo hizo en términos generales sin hacer referencia a sus sobrinos. A su lado, en esa conferencia de prensa del pasado domingo, el titular de seguridad pública, Omar García Harfuch, dijo que no se podía condenar a toda una institución por los errores cometidos por algunos de sus integrantes.

Horas después, en su “mañanera”, la presidenta Claudia Sheinbaum refrendó la defensa. Para el general exsecretario, recordando que lo importante era la investigación y, sobre todo, las pruebas para demostrar los dichos.

La lógica indica una posibilidad de involucrar a Rafael Ojeda Durán en el escándalo mayúsculo de los hermanos Farías Laguna y otros implicados; golpearía directamente la humanidad de López Obrador.

Es mucho más conveniente enviar el mensaje de ataque a la corrupción, aprehendiendo y enjuiciando a “peces menores”. Ahí se registra una diferencia con el pasado reciente.

Durante el sexenio 2018-2024 se cubrió la corrupción en vez de combatirla. En este sexenio de la presidenta Sheinbaum sí se está combatiendo la corrupción pero cuidando la imagen de quien ahora vive en Palenque.

Lo anterior significa la imposibilidad de señalar y encarcelar a un exsecretario en cualquiera de sus ramos.

Para el lado oficial, resultan muy lejanas y “casi en el olvido” aquellas palabras de AMLO en una de sus “mañaneras” del año 2019: “El presidente de México está enterado de todo lo que sucede y de las tranzas grandes que se llevan a cabo”.

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JALISCO

¿Legalidad? pero sin integridad

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– Opinión, por Gabriel Torres Espinoza

¿Por qué se critica tanto al Tribunal de Justicia Administrativa (TJA)? Porque se ha transformado en fábrica de sentencias “ajustadas a derecho”, ¡pero profundamente injustas! Asisten al ‘indebido proceso’ y ceden al “daño patrimonial” causado por los ‘desarrolladores’.

Los derechos colectivos —aire limpio, agua, movilidad, biodiversidad— se reducen a bienes menores, sacrificables en nombre de una supuesta certeza jurídica para el ‘inversionista’.

Lo que la Corte Interamericana de Derechos Humanos recordó es que tienen la obligación jurídica de prevenir, mitigar y remediar daños ambientales por su impacto directo en los derechos humanos.

Bajo esa luz, cada fallo del TJA que antepone la rentabilidad de un fraccionamiento sobre la preservación de un bosque o de un área natural protegida, no es solo un despropósito local, sino una violación a compromisos internacionales y a los derechos fundamentales de la ciudadanía.

La prensa ha documentado el incremento de litigios contra la planeación urbana, hasta el punto de que este Tribunal se tornó en el espacio donde los corruptores desfilan a desmontar planes de desarrollo, debilitando la ordenación del territorio con fachada de legalidad. Se trata de un tribunal que privilegia la letra procesal, sobre el sentido integral de la planeación. Lo que se produce es una ciudad fragmentada, desigual, en la que cada vez es más difícil trasladarse y vivir.

La responsabilidad social de este Tribunal es mayor, pues el TJA es la última instancia. Las decisiones que dicta son definitivas y obligatorias. Sus resoluciones no pueden recurrirse, y sus magistrados no rinden cuentas a nadie. Allí donde se concentra el poder de decidir el futuro urbano, se concentra también la tentación de la corrupción.

Por eso el TJA no solo refleja, sino que encarna hoy el mayor riesgo estructural para el derecho a la ciudad y al medio ambiente, porque cada vez que dicta una sentencia que habilita lo prohibido, que desprotege los recursos naturales, destruye algo más que territorio; destruye la confianza en la idea misma de justicia. Su propia legitimidad social.

Los jueces no deben limitarse a aplicar reglas, sino decidir con base en principios que aseguren el bien superior a la ciudad. La legalidad, sin integridad, degrada la justicia. Básicamente, porque transforma el tribunal en una coraza de impunidad.

En este órgano jurisdiccional, hemos visto cómo se ha vuelto norma la confusión entre legalidad procedimental y justicia, con resoluciones fundadas y motivadas en lo formal, pero que producen resultados injustos y muy lesivos para la sociedad.

Sentencias “apegadas a derecho” que, sin embargo, devastan áreas naturales, desmantelan planes urbanos, causan más colapso vial y profundizan la desigualdad. No perdamos de vista que esa sociedad, la que sufre las consecuencias, es justamente la que dotó a estos magistrados de su investidura, y a la que debieran rendir cuentas, a través de los poderes constituidos de Jalisco.

La diferencia entre un tribunal de justicia y uno de derecho se vuelve aquí fundamental. El primero busca armonizar la norma con el desarrollo sustentable de la ciudad; el segundo la aplica sin importar que destruya bosques, colapse vialidades o afecte a comunidades enteras.

El primero protege a la ciudad; el segundo protege contratos y escrituras privadas. El primero es garante de ciudadanía; el segundo, como en Jalisco, es agente de plusvalía y el principal agente corruptor contra el ordenamiento territorial.

A la luz de las actuaciones del TJA, surge hoy una pregunta colectiva, inevitable y perturbadora: ¿Cuál es la utilidad social de un tribunal del que debemos defendernos todos para poder preservar la ciudad? Si el órgano llamado a garantizar justicia es el principal mecanismo de despojo legalizado; si en lugar de proteger a la colectividad protege a los desarrolladores; si en vez de equilibrar el interés privado con el bien común se ha dedicado a corroerlo, entonces su existencia no responde al poder público, sino a los negocios que lo corrompen.

Un tribunal así no es garante de derechos, ni de justicia administrativa; sino una auténtica amenaza permanente contra ellos, misma que estaríamos obligados a enfrentar como sociedad, y desde el gobierno.

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